CUENTOS PARA EL ALMA

Esta sección de relatos, recoge una colección de seis cuentos cortos escritos bajo el pseudónimo de Shankara, con el objetivo de despertar en el alma la posibilidad de explorar nuevos caminos filosóficos. Deseo sinceramente que os sean de ayuda, o al menos de entretenimiento.

Cuentos para el alma

LA MONTERA MÁGICA

Los vidriosos ojos de Pablo estaban a punto de soltar una lágrima. Una diminuta gota que encerraba todo el sufrimiento, que sin desearlo, le venía desbordante de todas direcciones. Ya no era que nadie se hubiese acordado del día de su cumpleaños, ni que la pandilla del barrio le pateasen la cartera cuando volvía de ingles, sino que, además, sin siquiera pedir una explicación, tuvo que recibir esa bofetada de su padre por el estuche roto.

El dolor iba más allá de lo que ningún golpe pudiera jamás causarle. Si al menos tuviese un amigo… alguien que le pudiese comprender… Y pensando, no podía imaginar a nadie que sintiese amor por él. Fue solo un breve momento el que destelló la sonriente imagen de su hermano mayor Miguel, pero esa era una cara que se reía, que se mofaba de ver cómo recibía el castigo por ser un desastre.

Le habían dicho: ¡A la cama y sin cenar!. De hecho, eso era lo esperado y el motivo de llegar tarde a casa deliberadamente, así por lo menos, con el sueño, dejaría de existir y tener problemas.

Corrían sus sentimientos por la mejilla, mientras que con el corazón hecho un nudo cerraba los ojos esperando caer en esa dulce red de la inconsciencia. Fue como traspasar el delgado marco que separa la realidad del mundo onírico, pero sin embargo ocurría algo anormal, algo que nunca antes le había pasado. Lejos de caer en el etéreo mundo de los sueños él seguía siendo consciente de quien era. El era Pablo, un chico de 13 años que vivía en Utrera. ¿Qué ocurría entonces?, ¿es que acaso se le negaba hasta el consuelo del olvido?.

De entre una espesa niebla en la oscuridad Pablo vio como aparecía un enorme toro miura, negro como el carbón, corría en su dirección como una locomotora imposible de detener, y él, quieto, paralizado, sin poder mover un solo músculo, esperando recibir la embestida de un momento a otro.

Entonces sin saber de dónde, apareció justo a su lado un torero vestido con su resplandeciente traje de luces y echándole a un lado desplegó su capote dando un magistral pase al animal que acabó desapareciendo engullido por la tela como si de un espejismo se tratase.

Libres de la bestia el torero se puso frente a él y mirándole a los ojos consiguió inspirarle una inmensa calma. Le dijo

– Hola chaval, ¿has visto por aquí mi montera?».

Pablo miró entre sus manos y vio que con ellas sostenía una montera negra con un precioso bordado de seda, y fijándose en el forro interior de un vivo color rojo descubrió a centenares de personas que le miraban sonrientes, algunas desconocidas y otras tan familiares como su padre o sus compañeros de clase; gente y más gente que le obsequiaban con la, para él, inusitada sonrisa de amor. Entonces el torero continuo diciendo

– ¡Ah, la tienes tú!, muy bien, espero que te de tan buenos amigos como a mí.

Y mientras desaparecía adentrándose en la neblina, le auguraba -Tu deseo será cumplido: Todas las personas se volverán tus amigas. Pero recuerda, deberás llevarla puesta.

Pablo abrió sus ojos, si es que en algún momento los tuvo cerrados, y lejos de lo habitual recordaba perfectamente lo que estaba seguro había sido algo más que un sueño, y recordándolo, todavía podía paladear en sus sentimientos aquella extraña experiencia que le había colmado el corazón. Era todo una misma cosa: el alivio al verse librado de ese toro, la confianza inspirada por la mirada del torero, el hallazgo de esa gente que le sonreía…

Saltando de la cama, aun vestido, abrió la ventana de su habitación que daba a la terraza, y saliendo a ella puso la vieja escalera de madera apoyada en la pared. Trepó por ella hasta el techo de la casa e intentando no hacer ruido se puso a gatear a cuatro patas sobre las tejas.

Llegó de esta manera hasta la pequeña ventana del trastero. Se había dejado la navajilla, así que mirando a su alrededor improvisó con un trozo del alambre que sujetaba el mástil de la antena, y forcejando por la ranura entre el marco y la ventana consiguió levantar la lengüeta del pestillo interior.

Una vez dentro del oscuro y bajo cuartucho, con la escasa claridad de la media luna y las farolas de la calle, buscó a tientas en el carcomido y viejo armario donde guardaban todos aquellos inútiles trastos pero a la vez inseparables recuerdos. Palpando entre libros y cajas encontró la bolsa de plástico que andaba buscando, la cogió, y deshaciendo el nudo sacó de su interior la oscura y famosa montera que el Manolete regaló a su difunto abuelo, o por lo menos así él lo contaba.

Intentando buscar una semejanza entre el extraño torero del sueño y el Manolete, Pablo no podía recordar más allá de esa intensa mirada y de esas dulces palabras que le había dicho. Se preguntaba: ¿Cómo pudo adivinar justo lo que él más deseaba momentos antes de cerrar los ojos?. ¿Era posible que en vez de hada madrina fuese un torero quién, como en los cuentos, acudiese a concederle su deseo?.

Dando lentamente la vuelta a la montera, como lo había acabado de hacer en el sueño, no había en esta ocasión en su interior más que unas pocas hojas de periódico arrugadas. Sacó el papel, y encajándose la montera sobre la cabeza, se imaginaba a él mismo dando un pase de verónica a ese impresionante toro negro.

Cuando se encendió la luz del cuarto trastero fue como si en medio del pase con la imaginaria muleta el pitón de la bestia se acabase de clavar en lo más hondo de su costado llegando a atravesarle el corazón. Con el final del giro levantó la cabeza y se encontró cara a cara con la figura de su padre que le miraba fijamente a los ojos, sin parpadear. Sentía que se la había ganado.

De repente ocurrió algo insólito: La mirada de su padre se fue desplazando hacia arriba y Pablo notaba como su rostro se extrañaba al darse cuenta que llevaba puesta la montera puesta; pero la extrañeza de su expresión fue tornándose incomprensiblemente de ira a una sonrisa cada vez más amplia, sonrisa que continuaba cuando de nuevo bajó la mirada a sus ojos. Las palabras que le dijo fue el no va más:

 -Vamos ven. Perdona por la bofetada de antes. Se me pasó que hoy era tu cumpleaños y… Puedes quedarte con la montera del abuelo como regalo si quieres. ¡Anda baja!. Le diré a tu madre que te caliente la cena.

Sorprendido por haberse librado de una buena, mientras bajaba las escaleras Pablo pensaba en si realmente aquella gorra podía tener algún poder especial, pero decidido a no quitársela, no sea que se desvaneciese el embrujo, llegó al comedor donde para colmo, recibió los abrazos de su madre y su hermano que le felicitaban el aniversario.

– ¡Felicidades enano!. Le dijo su hermano Miguel, a lo que Pablo le contestó:

 -¡No me llames enano!.

-Y de nuevo la sorpresa ocurrió. Miguel se quedó como hechizado mirando fijamente a la montera, y esta volvía a provocar una sonrisa y un cambio de actitud increíble.

 -Está bien, no te lo diré nunca más… ¡Felicidades Pablo!.

Cuando al día siguiente su madre le despertó para ir al instituto, Pablo se desperezaba entre sábanas y empezaba a recordar el fantástico sueño de la noche pasada. Esa sí que fue la mejor fiesta de cumpleaños de toda su vida. Hasta Ramón, el vecino de al lado, se quedo a tomar cava a pesar de que venía dispuesto a armar una de las suyas por formar escándalo más tarde de la media noche. Todavía recordaba sus carcajadas cuando al abrirle la puerta le vio con la montera puesta. ¡Hasta se disculpó por haberse presentado sin regalo!.

¡Pero era cierto!. Podía recordar todo como si hubiese sido real. ¡ O acaso… !.

Como si le acabasen de tirar un jarro de agua fría, Pablo se incorporó en su cama y miró a su alrededor hasta encontrar con la vista sobre el sinfonía aquella preciosa montera negra. Justo en ese momento se asomaba su hermano desde el pasillo y le decía:

─Vamos ena…, perdona  y corrigió . Venga Pablo que llegaremos tarde.

¡Así que no había sido un sueño!.

La mañana no había tenido nada de particular por lo que Pablo empezó a creer que todo lo ocurrido la pasada noche no había sido nada más que un cúmulo de coincidencias. Ahora se sentía ridículo de haber creído en las hadas madrinas, aunque en su caso fuese vestida de luces; y también de haberse llevado la montera al instituto. ¿Qué podía tener esa prenda de especial?. Nada. La única duda que le quedaba era aquel extraño sueño de la pasada noche. Había sido una experiencia tan real…

Sentado en un bordillo del patio, durante la media hora del almuerzo Pablo solo hacía que darle vueltas a su mochila. ¿Qué ocurriría si se la pusiese?, al fin y al cabo si no tenía amigos tampoco tenía nada que perder. Estaba decidido, lo probaría.

Sacó la montera de la mochila, y sin levantarse, se la puso sobre la cabeza. Lo más seguro es que no pasaría mucho rato en venir algún gracioso a quitársela o burlarse de él. Por lo menos de esta forma sabría que tan solo había sido un sueño más.

Ana y María, dos compañeras de clase de Pablo, al verle con esa extraña prenda en la cabeza se le acercaron y se pusieron frente a él.

 -¿Tú no eres Pablo Castellanos?  preguntó Ana mientras su compañera María respondía en lugar del interpelado.

-¡Claro que sí, no seas ridícula!. Lleva dos meses sentado al final de la clase.

A lo que Ana seguía interrogando. – ¿No crees que es raro llevar eso en la cabeza?.

– La llevo para hacer amigos.

Esa fue la increíble pero sincera respuesta de Pablo. Hasta él mismo se sorprendió por haberse atrevido a expresar sin vergüenza lo que en aquel momento sentía.

– ¡Ah sí!  exclamó Ana . Pues parece que funciona, ¿no María?

A lo que esta respondió:  -Sí, creo que te sienta muy bien y te hace más… ¡llamativo!. ¡Ha, ha!

Cuando levantó la mirada, Pablo se quedó hipnotizado contemplando los preciosos ojos de María. Extrañado de no haber reparado antes en ellos, Pablo descubrió que la sonrisa que acompañaba aquella mirada no era en absoluto de mofa sino que transmitía una agradable y sincera amistad.

 -¿Porqué me miras tan fijamente?  Dijo María  . -¿Crees acaso que me estoy burlando de ti?.

Sorprendiéndose así mismo de nuevo, Pablo volvió a contestar con una sinceridad incontrolable. Parecía como si su boca pronunciase las palabras sin pedir permiso a su voluntad. Tal vez fuese el poder mágico de la montera o quizás era el sentir que no tenía nada que perder confesando la verdad lo que le impulsaba a hablar tan espontáneamente.

– Cuando te escuché reír pensaba que sí, pero ahora que te he mirado a los ojos veo en ellos que no es así. ¿Sabes que tienes unos ojos preciosos?.

Los colores de la cara de María cambiaron rápidamente por el sonrojo. Era el primer chico que le decía una cosa así. Y aunque podía parecer una cursilería de carrozas, lo cierto es que esas palabras, las cuales no sabía cómo pero estaba segura de que eran sinceras, le habían hecho sentirse como…, como…, ¡como una diosa en el Olimpo!.

Ana, que se había percatado de la situación, también se sintió atraída por la sinceridad con la que se expresaba ese chico, en el que, era verdad, no había reparado nunca demasiada atención.

 -¿Me dejas la montera . Le pidió intentando así despistar la atención de la avergonzada María.

 -¡Claro! .

Pablo ya se había levantado del bordillo para quitársela cuando se dio cuenta de que Ricardo, el odioso Ricardo, venía hacia ellos.

Ricardo era el mismo matón del cole que el día antes le había pateado la cartera. Siempre andaba detrás de él, buscando pelea. Para colmo, estaba hablando con su chica. No es que Ana fuese su chica, al contrario, más bien le rehuía; pero Ricardo parecía ser incapaz de aceptar una negativa como respuesta.

La expresión de ¡Oh, no!, se vio reflejada en la cara de Ana mientras que María se soplaba el flequillo. Pablo que había optado por girarse de espaldas para no verlas venir, se encontró con el golpe de Ricardo en su hombro derecho.

-¡Pero si es mi amigo Pablo!. Oye ya perdonaras por lo de ayer, me ha dicho Míguel que fue tu cumple. ¡Ya ves!, a veces uno hace cosas para impresionar a sus colegas mientras en el fondo es un sentimental. ¡Hola chicas, qué, ya os habéis trincado el bocata. Venga, os invito a los tres a un refresco.

Suponía que el haber sido visto durante todo el recreo abrazado de Ricardo y junto a Ana y María era lo que motivó que todos sus compañeros de clase se portaran con él de esa forma tan rara y sonriente. Aunque por otra parte, sospechaba de la nueva táctica de Ricardo para aproximarse a Ana.

Al día siguiente, la voz sobre su montera había corrido por todo el Instituto:

– ¿Oye tienes hay la montera?. -¿Puedo verla?. -¿Es verdad que te la regaló el Cordobés?. -¿Es cierto que es mágica?. -¿Tu crees que me serviría para aprobar con la de ingles?, como me tiene tanta tirria… -¿Y todo el mundo se vuelve amigo tuyo…?. Todos le rodeaban y querían saber. Hasta algún profesor había dejado escapar su curiosidad sobre el revuelo de la historia.

Al salir del instituto, dos chicas de un curso superior se le acercaron.

 -Hola, somos del semanario del instituto. ¿Podríamos hacerte una entrevista sobre la montera?. ¿La llevas aquí?.

Pablo, que empezaba a perder el pudor de hacer el ridículo, y con la confianza puesta en el perfecto funcionamiento de la montera mágica, se la encasquetó y cogiendo con cada uno de sus brazos a cada una de las chicas como si fueran amigas de toda la vida, aceptó la invitación.

 -¡Claro!. ¿Qué queréis saber chicas?.

Y girándose hacia el resto de curiosos compañeros y compañeras que estaban a la salida del instituto pendientes de él, levantó la mano y se despidió escandalosamente de todos ellos gritándoles:

 -¡Hasta el lunes! .

A lo que con una esplendida coreografía y todos a la vez contestaron:

 – ¡Hasta el lunes Pablo!.

Resultaba increíble e indiscutible el poder mágico de aquella montera. Solo ponérsela, fuese quien fuese que estuviese delante suyo, le empezaba a sonreír y aceptarle como a su mejor amigo. A los pocos días todo Utrera había oído ya hablar de la mágica montera del Manolete y de Pablo, «Pablito el de la montera». Muchos decían que no podía ser verdad mientras que otros afirmaban y preferían dar crédito a su poder. Fue así como nació la apuesta en un concurrido bar de quién sería capaz de arrear un puntapié en los mismísimos… al tal «Pablito el de la montera».

Lo que ocurrió ese día, cuando un machote chulangas y brabucón acudió en busca del tal Pablito para ganar la apuesta, fue algo del todo inesperado. Allí estaba un hombre hecho y derecho, con 37 años y 95 kilos de peso, contra un mocoso que no le levantaba ni metro y medio del suelo, con la montera ceñida en la cabeza y una confiada sonrisa dibujada en los labios. El retador no estaba a más de un metro de Pablo, y mientras según lo acordado, se concentraba en mirar fijamente durante 30 segundos a la prenda de cabeza de su adversario, pensaba en qué diantres debía haber llevado a ese chaval hasta el extremo de hacer el ridículo de esa manera.

Una lágrima brotaba de los ojos de aquel, a su lado, gigantón. Ante más de una cámara de video que ratificase la contienda, el fornido retador cayó rodilla en tierra, derrotado y avergonzado de descubrir su propia vileza. La fuerza bruta sollozaba por sus malas intenciones sobre el del hombro de Pablo, quien hacia un esfuerzo por aguantar el enorme peso de su contrincante.

Pablo Castellanos, «Pablito el de la montera», con su ingenua sonrisa en los labios y unas tímidas palmadas en la espalda, consolaba al derrotado gladiador.

«David contra Goliat», «Fuerza bruta contra puro corazón» o «El poder de la inocencia», eran algunos de los Titulares que utilizaron los medios informativos para rellenar el espacio dedicado al anecdotario vecinal; hasta alguna gaceta sensacionalista desarrollaba la hipótesis sobre los poderes paranormales que impregnaban una prenda tan peculiar.

Al otro lado del atlántico, en unas lujosas oficinas ubicadas en lo más alto de uno de los céntricos rascacielos de la ciudad de Méjico, José Piedramala veía con otros ojos las escenas televisivas en las que un jovenzuelo sevillano, era capaz de doblegar las peores intenciones de quien fuese con tan solo los poderes que le otorgaba su montera mágica. «Convertir en amigo al peor enemigo» ese era el increíble poder que emanaba de dicha prenda.

Girando su amplio sillón de cuero, José Piedramala se dirigió a López, su director ejecutivo, y le comentaba sus intenciones.

– ¡100 veces!, que digo 100, ¡1000 veces mejor que mi reloj de la suerte!. No se da cuenta López, con él conseguí ser presidente de la mayor empresa petrolífera de Méjico, pero qué es un amuleto que proporciona dinero ante otro que proporciona amigos.

 -No tiene nada que envidiar a ese criajo Sr. Presidente… . Respondio López, a lo que Piedramala le atajó

 – ¡No me interrumpa!. ¿No se da cuenta que hay cosas que el dinero no puede comprar?. Si ahora mismo ese criajo como usted le ha llamado entrase por esa puerta… ( Señaló a la entrada de su despacho)  y me pidiera que le regalase todas mis acciones, ¿cómo podría evitar no dárselas?, ¡He López!, responda, ¿cómo puedo negarle algo a mi mejor amigo. Además, las amistades pueden ofrecer mucho más que el dinero. Yo puedo alquilar el mejor yate, la mejor tripulación, la más selecta compañía…, ¿pero cree que el capitán me enseñará esa cala secreta que tan solo él y sus mejores amigos conoce?. ¡No López, no!. No existe punto de comparación con lo que esa montera me puede proporcionar. ¡No se lo imagina!. Que el médico que me tiene que operar y todo su equipo sean mis mejores amigos… Que los venezolanos acepten mis condiciones de contrato confiando en que soy su mejor amigo… Incluso mis empleados se conformarían con sueldos más bajos…, o sin sueldos. -¡JAJAJA…! ¡Quiero esa montera López!, cueste lo que cueste. Quiero que vaya inmediatamente a Sevilla y me la traiga.

– Pero señor Presidente.  observó López   Me pide algo imposible. Si se la trato de comprar, en cuanto me acerque a él me convertiré instantáneamente en amigo suyo y no podré engañarle, ni tan siquiera quitársela por la fuerza.

– No sea estúpido y piense López, piense… Consiga contactar con algún amigo suyo, no será difícil. Ofrézcale un regalo…, algo así como unos bombones. Que se los dé de su parte al muchacho, y ya está.

– ¡Ya esta!  exclamó López sin comprender la estrategia. A lo que Piedramala continuó detallando

– ¡Claro que sí López, claro que sí!. ¡Piense López, piense…!. Los bombones pueden camuflar muy bien una droga o un veneno. Usted seguirá a distancia a su amigo. Seguro que siendo el mejor amigo de ese chamaco le hará llegar el regalo. Cuando escuche alboroto, esa será la señal de que la droga ha hecho su efecto y por lo tanto al chicote estará sin conocimiento y sin montera. ¡lo entiende López, lo entiende…!.

Inconsciente del beneficioso partido egoísta que se le podía sacar a su montera Pablo continuaba en Utrera su vida normal, aunque eso sí, enriquecida por cientos de nuevos amigos. Aparte de la excitación de los primeros meses, Pablo se encontraba contento solo con el hecho de que la gente no se metiera con él como antes. Sí que le hacía gracia por ejemplo que al llegar a un restaurante con sus padres todos los camareros estuviesen pendientes de servirle excelentemente, o que le regalaran en taquilla las entradas para ver jugar al Betis pensando que él les traía suerte. Aunque a decir verdad, no había perdido ni un solo partido en casa durante toda esa temporada. Pero tampoco eran todos los días los que usaba la montera mágica. Había descubierto que era posible y resultaba mucho más gratificante hacer amigos sin ella. No resultaba tan difícil como pensaba, tan solo era necesario confiar en uno mismo y en los demás.

Cuando esa tarde en el parque Ricardo le entregó la caja de bombones, se dio cuenta de que ya había abusado demasiado de la montera. En varias ocasiones la gente había hecho gastos con él que de no haber llevado la montera no hubiesen realizado. Sentía que eso no era justo ni estaba bien. Lo había meditado largamente en varias ocasiones y tampoco quería ser toda su vida «Pablito el de la montera» ni abusar de la forzada amistad de los demás. Quizás por eso, fue por lo que decidió regalársela a Ricardo.

 -Pero los chocos no los he pagado yo  se excusaba Ricardo mientras pablo probaba uno de los bombones.  Me los ha dado un colega tuyo para que te los entregase. Por cierto que tenía un acento mu raro. Pero toma…toma la montera, no tienes por qué regalármela.

 -No Ricardo, creo que es justo que la tenga ahora otra persona, y quién más idóneo que mi mejor amigo.

– ¡Vaya colega…!. Lo que va a flipar Ana cuando me vea con ella puesta. ¡Qué pasa Pabli!. ¿Porqué me miras así?. ¿Pabli…?. ¡Hey, socorro!

Ricardo pedía auxilio sosteniendo en sus brazos a Pablo, quien había perdido por completo el conocimiento.

– ¡Que alguien me eche una mano, Pabli el de la montera se ha desmallado!.

En el hospital Ricardo sujetaba la mano de su inconsciente amigo Pablo. Míguel y sus padres esperaban igual que él su abrir de ojos. Toda la planta del centro sanitario al enterarse de que Pablo Castellanos, el famoso «Pablito el de la montera», había sido ingresado se habían desvelado por sus cuidados. El médico diagnosticó que los bombones tenían alguna sustancia extraña fuertemente sedante.

Cuando por fin abrió los ojos Pablo se extrañó de verse en una habitación rodeada de tanta gente. Se fijó en Ricardo que le sujetaba la mano y le preguntó qué había pasado.

 -¡Hey colega! Vaya susto nos has dado a todos. Por culpa de los chocos que me dio aquel tipo tan raro casi… Menos mal que el del taxi se portó y nos trajo para acá volando. Y eso que no llevabas puesta la montera.

-¡Ja ja ja…!  rieron todos juntos.

– ¿Donde la dejaste?  preguntó Pablo al darse cuenta de su posible extravío

– ¡Hostia!. Perdón  se disculpó por la palabrota Ricardo. – Con la movida se me quedó olvidada. ¡<no pasa nada tronco, los coleguis son prime!.

-Piense López, piense… Recordaba las palabras de Piedramala mientras subía en el ascensor. Le había prometido que para la importante reunión con los venezolanos traería la montera y así lo cumplía. Se abrió la puerta de la última planta y la secretaria de Piedramala ofreció al Director ejecutivo López una disimulada sonrisa al verle. Lo cierto es que tuvo que contener una carcajada, porque ver todo un alto ejecutivo con esa escandalosa montera negra sobre la cabeza era de lo más ridículo que jamás habia visto.

 -Puede pasar…je…ejem-. disimulo la secretaria. -El señor Director le están esperando, lleva ya unos minutos reunido con los venezolanos. Por cierto-. añadió conteniendo con dificultad la risa . ese sombrero que lleva puesto le da un aire muy… original?.

Cuando abrió las puertas de la sala de juntas López hizo una irrupción de lo más escandalosa:

  • ¡Buenos días mis queridos amigotes!.  dijo abriendo ampliamente los brazos y manteniéndolos elevados, como esperando que se levantasen todos a abrazarle . ¡Que pues no me dicen nada!.

La primera reacción de los venezolanos al ver tan ridícula presentación fue de cautela y el cuchicheo, mientras al otro lado de la mesa José Piedramala se levantó hecho una furia dirigiéndose hacia López.

– ¡Deme eso traidor!  . Le dijo arrebatándole la prenda de la cabeza . ¿Creía que su magia podría funcionar con migo?. A subestimado el poder de mi reloj López  e intentando recobrar la tranquilidad de la sala, ordenó a su Director ejecutivo que se sentase.

Se colocó la montera en su testa y procedió a entregar los contratos a los venezolanos. Bastó un vistazo rápido a la primera página para darse cuenta que el contrato era un completo y descarado robo.

 -¿Y como vos pensasteis que nosotros podríamos firmar esta cosa?

A lo que Piedramala sonreía removiendo una y otra vez la montera sobre su cabeza y decía:

-¡Somos amigos…!, ¿no?.

Cuando Piedramala se dio cuenta que la montera no ejercía sus poderes, fijó la mirada en López que permanecía meditante y silencioso, intentando comprender qué estaba fallando.

– ¡Me la ha vuelto a jugar López!. Esta no es la montera que le envié a robar. ¿Cuanto le han pagado estos usureros venezolanos?

Gritaba descontrolado Piedramala mientras señalaba a los venezolanos, que hartos ya de la parodia, optaron por levantarse y marcharse, no sin antes amenazar:

-Esta usted acabado Piedramala, nos encargaremos de hacer correr sus bajas intenciones y borrarle para siempre del mundo de los negocios petrolíferos.

Cuando Pablo soplaba las catorce velas, rodeado de sus padres, su hermano Míguel, y sus amigos Ricardo, María y Ana, más que pedir, recordaba el deseo que ahora hacía un año se le había cumplido. Nunca sabría si lo sucedido fue verdaderamente obra de la montera mágica o efecto de la confianza en si mismo que le proporcionó la profunda mirada de aquel torero, pero una cosa era cierta, con poder o sin poder había conseguido descubrir la amistad, algo que en el fondo resulta muy sencillo, pues solo hace falta una buena dosis de confianza y sinceridad.

Y si alguien cree que las hadas madrinas nunca se visten de luces, es porque jamás recibieron su sutil visita.

FIN

Shankara

EL REY SIN SAL

¿Alguien puede explicarme cual es el sabor de la sal?.

Una pregunta que puede parecer tonta y fácil de responder para cualquiera que la halla probado. Pero sin embargo, que difícil resulta cuando no se tiene un pellizco de ella.

Eso fue lo que no hace mucho tiempo pasó no muy lejos de aquí; en un gran valle rodeado de inaccesibles montañas; en un pequeño reino gobernado por quien el tiempo, hizo que se le acabase recordando como: «El Rey sin sal».

Todo empezó una oscura tarde de otoño, cuando unos niños jugando cerca del río encontraron entre unas ramas, no muy separado de la orilla, el cuerpo moribundo de un extranjero.

La noticia corrió como la pólvora por todo el reino. Ya casi nadie podía recordar la última vez en que tuvieron una visita del exterior. El valle no tenía nada que ofrecer de especial, y por el difícil acceso, pocas eran las ocasiones en las que alguien se aventuraba a subir por el río hasta allí.

El Rey, un hombre joven y muy curioso, al enterarse de la noticia ordenó que trasladaran inmediatamente al extranjero hasta palacio. Una vez allí, no se separó de él ni un solo instante. Los sanadores ya lo habían dicho: el hombre estaba muy débil y si no comía algo… moriría.

Ya entrada la noche, el extranjero recobró por un instante la conciencia. En cuanto abrió los ojos, el Rey que permanecía en vela, se apresuró a llevarle a la boca un poco de comida para que recuperase fuerzas. El extranjero, sin tener tan siquiera ocasión de hablar, se encontró con un pedazo de trucha asada en la boca. Paladeó el pescado, y frunciendo el entrecejo, miró al hombre que le había tendido el alimento y balbuceó:- ¡sal!.

 – ¿Qué?. increpó el Rey no entendiendo apenas lo que decía. El extranjero escupió el pescado, y haciendo un esfuerzo, repitió con más claridad

– ¡Sal!.

 -¿Sal?. Interrogó extrañado el Rey.

El moribundo, sacando sus últimas fuerzas, afirmó con la cabeza. Pero ya no pudo hacer nada más; el agotamiento le vencía. Cerró de nuevo los ojos y dibujando una sonrisa en la boca se dejó llevar por una dulce muerte.

El joven Rey quedó intrigado con la palabra que había pronunciado aquel hombre. ¡Sal! ; ¿qué sería eso de: el sal?. Mandó que despertasen a sus consejeros y les pidió que le explicasen qué era aquella extraña palabra.  No sabemos majestad. Fue la unánime respuesta de todos ellos.

El Rey estaba inquieto. ¿Qué era el sal?, ¿tal vez alguna epidemia que se avecinaba y de la que trataba de alertar el forastero?, ¿tal vez podía ser el nombre de algún pueblo bárbaro que intentaba invadirles?. Sin duda alguna debía de ser algo muy importante cuando una persona había remontado contra corriente el peligroso río; y más aun, cuando estando débil de muerte, renunció a su indispensable alimento para poder advertir de lo que quiera que fuera el sal.

Esa noche el Rey no pudo dormir. Solo amanecer, decidió encerrarse en la biblioteca de palacio resuelto a encontrar en los libros, qué podía ser lo que amenazaba su reino. Rodeado de grandes y viejos manuscritos traídos por su bisabuelo de una de las pocas expediciones que se habían atrevido a salir del reino.

El Rey sin sal buscaba hoja tras hoja, libro tras libro, algún relato donde apareciera la enigmática palabra. Casi como sonámbulo, leyendo sin poder leer, con los ojos cansados y el ánimo desanimado, por poco le pasa desapercibida la buscada palabra: «Sal».

Como por arte de magia el cansancio desapareció; miró el tema del libro en cuyas tapas no había ya parado ni cuenta, y leyó:» Tratado de piedras, gemas, metales y otros minerales». Volvió rápidamente a la página donde en letras grandes y mayúsculas aparecía la anhelada palabra, y leyó: «La sal es un mineral compuesto por una combinación de cloruro y sodio que forman piedras de forma cristalina, soliéndose encontrar en grandes depósitos llamados salinas. El tamaño, puede variar; pudiéndose encontrar en grandes vetas o etc…¡.

 ¡No es el sal, es la sal! exclamó sorprendido.  ¡Y es una piedra!.

Se extrañaba el Rey. Más que clarificar parecía confundirlo todo. ¿Porqué vendría un hombre hasta su reino para pedirle una piedra?.

Esa misma tarde, después de comer, volvió el rey a reunir a sus consejeros y les mandó que le trajesen la sal a la que hacía referencia el tratado de minerales. Los consejeros, se miraron unos a otros, estudiaron el libro, y al cabo de una larga discusión decidieron llevar al Rey unas muestras de lo que pensaron podían ser las piedras de sal: yeso, cuarzo y otras rocas parecidas.

 Por la descripción majestad, debe ser esto, ¡pero son piedras vulgares sin nada de especial para dar la vida por ellas!. Dijeron los consejeros.

El Rey sin sal examinó una por una todas aquellas hermosas piedras; pero seguía sin comprender que podían tener de especial. ¡Tal vez fuesen gemas de gran valor para el reino del desconocido!. Pero no, el libro decía que eran de lo más vulgar y corriente.

No satisfecho con todo lo averiguado, la curiosidad hizo al Rey seguir buscando en la biblioteca. Así fue como en otro libro que recogía todas las palabras por orden de su primera letra, descubrió algo fantástico. Además de volver a dar la descripción de un mineral, había otra cosa respecto a ella: decía que la sal, era lo que hacía a una persona graciosa y simpática a las demás. Esto si que explicaba porqué las piedras tenían su valor. ¡Eran piedras mágicas! ; y quién sabe si aquel extranjero sabía de algún conjuro para que la sal lo curase de su debilidad.

Ahora quedaba todo aclarado. Su reino estaba a salvo. Pero el Rey no estaba del todo satisfecho. Tenía que descubrir como la sal conseguía que las personas se volviesen simpáticas, eso resolvería todos los problemas de los jueces, además de hacerle a él un personaje de lo más salado.

De nuevo, rodeado de los viejos manuscritos, volvió a hallar otro tratado en el que se hablaba de carnes. Encontró: «la sal es el mejor conservante de las carnes, sus propiedades hacen que al entrar en contacto con la carne, esta no se pudra y se pueda guardar largo tiempo».

El Rey quedó asombrado al leer aquello. Sin duda que la sal era una piedra con grandes poderes mágicos, pero aquello podía significar que tal vez el extranjero venía buscando sal para su reino. Podía ser que se avecinasen tiempos de carestía, o tal vez una epidemia que mataba el ganado; y por eso buscaba sal para poder conservarlo y así poder sobrevivir su pueblo.

De nuevo llamó el Rey a sus consejeros y les preguntó por si habían notado alguna epidemia en los animales del reino.

 No majestad, no hay nada anormal. Le respondieron.

Acto seguido, les explicó el descubrimiento que había hecho en los libros y ordenó poner a prueba la magia de las piedras que le habían traído.

Cinco días mas tarde, todos los animales sacrificados estaban malolientes y podridos, a pesar de estar rodeados de piedras mágicas de sal. Sin duda alguna, debía faltar un conjuro o rito especial.

Metido otra vez entre montañas de libros, el Rey sin sal buscaba y buscaba algo que pudiese aclarar todas sus dudas. Así, con esa persistencia, es como acabó encontrando otra nueva y extraña pista: «La sal proporciona el sabor salado a los alimentos. De entre todos los sabores, el salado es el principal según la mayoría , mejor que el amargo y el ácido, e incluso mejor que el dulce, aunque todo requiere su variedad y medida».

Dejando de leer, el Rey se recogió la capa en su brazo e inició una carrera por los pasillos del palacio hasta llegar a su habitación, abrió el cajón de una mesita y cogió las mágicas piedras de sal que tantas horas había contemplado y estudiado. Sin dudarlo un momento, abrió la boca y lamió una de ellas. No pudo encontrar nada de especial. Probó de lamer otra.. y otra.. y así todas y cada una de ellas. ¡Qué extraño!. Exclamó. Ninguna de ellas tenía un sabor especial, y mucho menos mejor que el dulce del azúcar.

De vuelta a la biblioteca, pensaba en el maravilloso sabor que debía tener la sal y en la tranquilidad que suponía, saber que el reino se encontraba de nuevo a salvo de cualquier peligro. Seguramente, el extranjero escupió el pescado por encontrarlo de mal gusto, y lo que reclamaba, era que lo condimentaran con sal. Sin duda que la experiencia de la sal debía de ser excepcional. ¿Qué sabor debía tener?.

Los consejeros empezaron a preocuparse por el Rey. Se estaba obsesionando con los relatos de aquellos manuscritos. Estaba convencido que todo aquello era cierto y se negaba a aceptar que solo eran fantasías de bufones y trovadores. ¿Pero es que no podía entender que si existía ese sabor tan maravilloso, no habría podido pasar desapercibido?. No existían piedras con poderes mágicos que conservaran las carnes o que influyesen en el humor de las gentes, todo aquello pertenecía a la ilusión de los cuentos; como los dragones y las hadas.

Encerrado con sus libros, oídos sordos a sus consejeros, el Rey sin sal encontraba nuevos y maravillosos descubrimientos. Confirmaban sus poderes conservantes, pero por lo que decía el libro, la sal se deshace en el agua y a su vez, se consigue dejando que el agua se seque y la deposite. ¿Cómo es que su abuelo no lo hizo antes?. Ahora sabría cual de aquellas piedras escondía la verdadera sal. Las sumergió en agua como decía el libro y confirmó sus sospechas de que no eran piedras de sal. ¡pero no importaba!, ahora sabía como conseguirla. Tanta como quisiera.

Mando el Rey callar a sus consejeros y ordenó llenar cinco barriles de agua y ponerlos al sol.

Por fin silenciaría los rumores que corrían sobre su cordura. Él sería el primer hombre del reino en ofrecer a su pueblo un nuevo sabor como nunca antes habían conocido. Él demostraría que los libros no mienten y que del agua, se extrae la sal.

No transcurría un día en que el Rey no vigilase el nivel de los barriles de agua. Pasaron los días y las semanas. El invierno hizo que el agua se congelase y el Rey tuvo que esperar a la primavera en que finalizase el deshielo.

Entre tanto, descubrió numerosos libros en los que se hablaba de cocina. ¡Qué maravilla debía ser el sabor que proporcionaba la sal!. No había guisos de aves o pescados, de carnes o verduras, en los que faltase como ingrediente una pequeña cantidad de sal.

Había estudiado todas las propiedades de la sal, como era, y todo cuando de ella se podía explicar. Descubrió que nada tenía que ver con el estado de ánimo y que tan solo se trataba de una analogía entre el buen humor y el buen sabor.

Seguramente, él era ahora el hombre del mundo que más sabía acerca de la sal.

¡Ya faltaba poco!. El agua de los barriles no tenía más de un dedo de profundidad. Con toda seguridad, la semana siguiente obtendría la primera sal del reino.

Con el canto del gallo, el Rey bajo al patio del palacio. Los barriles que día y noche habían sido vigilados y custodiados por sus guardias, al fin aparecerían secos y sin una gota de agua. El Rey extendió el brazo y lo introdujo hasta el fondo del barril, sabía lo que debía encontrar: un fino y blanquecino polvo parecido a la más fina de las arenas y con un sabor inconfundible. ¡Cuantas noches había soñado con ese sabor!. Pero el rostro del Rey se truncó de ansia a preocupación. No palpaba nada, absolutamente nada.

– ¿Ocurre algo majestad?. preguntó preocupado uno de los guardias.

– ¿Quién ha robado mi tesoro?, ¿quién a osado robarme la sal?. Gritaba el Rey enfurecido.

No podía estar equivocado, todos los libros lo decían: secando el agua queda la sal.

Por otra parte, era absurdo pensar en un robo. Confiaba en los guardias, y él mismo había pasado días enteros con ellos; los conocía como se puede conocer a un buen amigo y no había duda que todos le eran fiel.

¡Quizás había puesto poca agua!. ¡Tal vez era tan poca la sal que no acertaba a notarla!. Sin pensárselo dos veces, el rey se tiro de cabeza al interior de uno de los barriles e intentó encontrar con la lengua un pequeño resquicio de su anhelado sabor. Nada, tan solo el insípido sabor de la madera.

Cogido por los tobillos mandó a sus guardias que le ayudasen a salir; pero con toda su desesperación, necesitó volver a probar y lamer uno tras otro todos los fondos del resto de los barriles en busca de su última esperanza.

Entretanto, por las ventanas del palacio, los consejeros se lamentaban de ver aquella ridícula y dantesca escena que producía el Rey frente a la multitud de vasallos que habían acudido al lugar.

Nadie en el reino desconocía ya las fabulaciones del monarca; y poca gente a partir de ahora seguiría confiando en su cordura.

Tal ve ahora…, después de descubrir su error…, olvide encontrar esa fantasía de la sal y vuelva a la normalidad. Se decía el consejo. Por el contrario, el Rey, sintiéndose como apestado y ridículo, volvió a encerrarse en la biblioteca.

Releyó todos los libros donde había encontrado la palabra «sal» y buscó con más minuciosidad en todos los demás. No acababa de entender qué había fallado. Allí lo ponía bien claro:» La sal se puede extraer desecando el agua de mar». Y no era solo en uno, sino en varios y de distintos reinos en los que explicaban exactamente el mismo procedimiento.

¡El mar!. Era la única duda existente. ¡Pero qué mas daba!. Él sabía perfectamente lo que era el mar: una gran depresión donde desemboca el agua de todos los ríos, algo así como un gran lago que nunca se llena. Pero si el agua que llega al mar es la de los ríos, ¿qué importa cuando o donde se coja?. A no ser…;¿y si resultase que el lugar es mágico?. Podría ser así; de hecho, un sitio donde siempre llega agua y más agua, y nunca se llena, es sin duda un sitio mágico.

Obsesionado, casi al borde de la locura, el Rey sin Sal decidió un último intento y descender por el río hasta el mar. Entonces, haciéndolo todo al pie de la letra, no existía motivo por el cual no ocurriese lo que todos decían que ocurría.

Sabía que creyéndole casi loco, el consejo no le permitiría abandonar el reino; por eso, él mismo se procuró cargar de víveres una pequeña barca de vela, y con ella, enfrentarse a los rápidos del río y llegar así hasta el mar.

Antes de que la claridad del sol despuntase por las nevadas montañas, el Rey, renunciando a todo cuanto poseía, se alejaba de la mansa orilla para dirigirse al peligroso cañón; un estrecho y peligroso paso donde el río se veía encajonado entre dos grandes paredes verticales de roca y recorría un frenético y largo descenso hasta casi las mismas orillas del mar.

Con mucho esfuerzo, el Rey sin Sal consiguió sobrevivir a la dura travesía, dándose cuenta de porque casi nadie podía remontar el río. Mucho menos en primavera, con el agua del deshielo.

Agotado, con fuerzas nada más que para comer algo, el rey se sumió en una larga siesta que duró hasta la mañana siguiente. Cuando despertó, estiró los brazos al cielo y se desperezó. Intentando buscar una orilla, se dio cuenta que aquella enorme cantidad de agua que le rodeaba debía ser el mar; el mágico sitio donde desembocaban todos los ríos.

Dolido por el duro descenso, se dio cuenta de las grandes magulladuras que ahora dejaban sentir su dolor. Se puso a lavarse los arañazos de los brazos y de repente…, notó un extraño picor en la herida. Eso le hizo venir inmediatamente a la memoria algo que había leído respecto a la sal. Decía…, decía que en contacto con las heridas producía picor!. Rápidamente, casi por instinto, cogió un poco de agua entre las manos y la miro detenidamente. Esperaba poder ver diminutos cristales de sal. Dejó que el agua discurriese por entre las palmas de su mano y buscó en su piel algún resto de la diminuta gema. Pensó en que su vista estaba quizás todavía dormida y probó a lamerse, temiendo equivocarse.

Cuando su lengua entró en contacto con la humedecida piel, ocurrió algo sobrenatural. Algo, una magia encerrada en cada grano de la diminuta sal, provocaba una experiencia que jamás había tenido y que hasta ahora, a pesar de todo cuanto sabía respecto a la sal, jamás había podido ni imaginar. Al tiempo que paladeaba las pocas gotas que había podido recoger, su sabor iba invadiendo toda su boca; y un escalofrío recorría todo su cuerpo desde la cabeza a los pies. Ese era el sabor de la sal; no cabía dudas.

Cogiendo de nuevo un poco de agua entre las manos, se la llevó directamente a la boca. ¡Y ahora sí!, todo un torrente de sabor en su boca le hacía sentir la primera luz de un ciego. Cerró los ojos, y perdido en su éxtasis, se sentía el hombre más feliz del mundo. Tenía razón, él tenía razón, los libros tenían razón; salvo…, ¿porqué no decían que la sal era líquida?. No importaba, a su regreso, él escribiría el primer tratado sobre la sal.

Tras una mañana dedicada a deleitarse en la infinita cantidad de sal que le rodeaba, pensó el Rey en como le recibirían a su llegada y en las disculpas de sus consejeros. Sin perder tiempo, vació todos los recipientes en los que podía caber algo de sal. Recordando lo que decían los libros, aprovechó para poner toda la carne que llevaba en los barriles ahora llenos de sal.

Acabado todo el trabajo, buscó adonde dirigirse. ¿Donde estaban las orillas del mar?.

Pasó un día, y otro; y el Rey ahora repleto de sal, navegando sin rumbo, no podía hacer otra cosa que otear el horizonte y esperar ver una orilla donde dirigirse. Mientras, seguía maravillándose cada vez que desde su mano caía una nueva gota de sal hasta su boca.

Cuando pasados tres días recurrió a las carnes que había puesto a conservar en la sal, se dio cuenta de un nuevo, grande y fatídico para él, error de los libros. Él lo subsanaría a su llegada. La sal, en absoluto conserva lo alimentos; más bien, se podía decir que los hace malograr con mayor rapidez.

Tumbado a la sombra de la vela, extenuado de hambre y sed, ya que el agua salobre no le saciaba, el Rey agonizaba sin tan siquiera tener fuerzas para llevarse una última gota de sal a la boca. Ese era el último deseo que se había pedido poco antes de perder la consciencia: morir disfrutando de aquel incomparable sabor.

Los sanadores ya lo habían dicho; aquel hombre encontrado en la orilla estaba demasiado débil, y si no comía algo pronto…, moriría sin remedio.

Cuando el extranjero abrió los ojos, sin tener tan siquiera oportunidad de hablar, se encontró con un trozo de pescado asado en la boca. Haciendo un gran esfuerzo, escupió su indispensable comida de la boca y pidió su último deseo: – «Sal».

Se quedó mirando la cara de aquel joven, más o menos de su misma edad; le miraba con curiosidad y preocupación, pero extrañado, como si no comprendiese lo que le estaba pidiendo.

Recordando una situación similar, el rey no quiso ya hacer otra cosa; cerró de nuevo los ojos, y dibujando una sonrisa en su rostro, se dejó llevar por una nueva y maravillosa experiencia; la más grande que con toda seguridad existe: era…, era…

Bien, supongo que era tan difícil de explicar, como el sabor de la sal para alguien que nunca la halla probado.

FIN

Shankara

ROCÍO

¡Ahí tantas cosas maravillosas por descubrir! Y, sin embargo, muchas otras ocurren día a día alrededor nuestro sin que tan siquiera seamos conscientes de su existencia. Así pasa por ejemplo con esas diminutas gotas de agua que cada mañana nacen y desaparecen, y a las que conocemos por el nombre de: Rocío.

Sobre el delicado pétalo de una rosa, en un fresco amanecer cualquiera, tiene comienzo el nacimiento y vida de una de esas insignificantes motitas de rocío.

Casi nadie reparó en la existencia de Eleodora. Tan pequeña, tan común; y tan corto el tiempo para que alguien pueda fijarse en ella…

Eleodora se preguntaba como el resto de sus compañeras: cómo y de donde venía. Parecía algo evidente y a la vez mágico: Primero existe una semilla, una diminuta y minúscula molécula de agua; poco a poco se van juntando y la gotita va creciendo y se hace más y más grande. Aquello al menos era lo que le habían contado esas adultas gotas que la rodeaban.

Eleodora estaba creciendo. Notaba como de instante en instante se expandía y llenaba de una sustancia que no veía ni sentía, pero que evidentemente la hacía aumentar de tamaño.

Tan imperceptible como crece la intensidad de un sentimiento, así Eleodora aumentaba de la nada en todas direcciones. De esa manera, pronto alcanzaría a esas mayores que la rodeaban y que antaño envidiaba.

Freda, Poncia y Leticia eran las tres gotas más cercanas a Eleodora. Las dos primeras Freda y Poncia, mayores que ella, parecían no poder hacerse más grandes y se dedicaban a hablar y hablar sobre lo duro que había sido crecer, y sobre aquella extraña y gigantesca gota brillante que de jóvenes vieron correr por el oscuro cielo y acabó desapareciendo en el horizonte. Leticia, sin embargo, era la mitad que Eleodora y nació poco después de que la blanca reina del rocío desapareciera con su corte de estrellas. Aunque a decir verdad, ni la misma Eleodora recordaba muy bien la imagen de la majestuosa Luna.

Juntas, Leticia y Eleodora a menudo se retaban a ver cual de las dos llegaría primera a ser tan grande como Poncia. Y entre la alegre existencia, fue Poncia la primera en darse cuenta de como inexplicablemente, uno de aquellos puntos luminosos del cielo que se reflejaban en la superficie de cada una de las cristalinas gotas de rocío, había desaparecido del firmamento.

Una extraña claridad empezaba a inundar el negro techo cambiando su color por un tenue azul. La claridad iba borrando las estrellas una tras otra, y con el fin de éstas, asistían al nacimiento de un nuevo y enigmático universo de luz que daba color y formas a todo cuanto las rodeaba. Así fue que esa gran sombra oscura que se resistía al amanecer, poco a poco se descubrió como un gran arbusto de grandes hojas, repletas de cientos de gotas como ellas que hasta ahora, pese a su cercanía, ignoraban su existencia.

Eleodora no podía dejar de sentirse extasiada por la maravillosa naturaleza que estaba naciendo a su alrededor. Hasta hace bien poco, solo conocía a unas pocas gotas como ella y parecía que aparte de los puntitos del cielo, no existía nada más. Sin embargo, ahora, no alcanzaba a comprender de donde había salido todo aquello que ahora la rodeaba. Jamás hubiera imaginado que bajo ella existiera nada, sin embargo una aterciopelada superficie de color rosa había aparecido cambiando por completo el aspecto de sus compañeras Leticia, Poncia y Freda. Sus vestidos oscuros repletos de diminutos reflejos luminosos, habían cambiado exactamente igual que todo cuanto las rodeaban; y de esta manera, el rosado suelo las había teñido con su color de cintura para abajo.

Freda y Leticia tampoco supieron como había ocurrido, pero de repente, Poncia empezó a temblar y hacer vibrar sus colores para poco después, con mucha más rapidez que la reina del rocío, iniciar una loca carera que la hizo desaparecer en el abismo en que acababa la inclinada y aterciopelada alfombra. Freda, más o menos de su misma edad y tamaño, empezó a preocuparse de los motivos por los que su compañera Poncia había desaparecido. ¿Le ocurriría lo mismo a ella?.

Pronto se corrió la voz de la triste realidad. Una fuerza misteriosa y contra la cual parecía inútil luchar, atraía hacia abajo sin compasión a las grandes gotas que habían nacido en lugares inclinados. Se decía que en la carrera, a menudo arrastraban en su caída a otras gotas grandes y pequeñas que se entrometían en su trayectoria; y aunque algunas decían que se unían y formaban otras de mayores, también existía quien juraba haberlas visto desaparecer absorbidas por la tierra.

Eleodora sin embargo, maravillada por el mundo que despertaba a su alrededor, prefería dejar de banda el recuerdo de la temblorosa imagen de su amiga luchando desesperadamente contra la caída en el abismo. Prefería no prestar atención a los rumores y así seguía embobada, como hipnotizada, por aquella deslumbrante bola en el cielo que la hacía experimentar como un extraño… ¿Calor?.

Aunque se lo había parecido, Eleodora no se atrevió a decírselo a la pequeña Leticia, pero a cada momento que pasaba, la veía como disminuir de tamaño. Y no era tan solo ella, sino también Freda y las demás gotas que la rodeaban las que parecían estar empequeñeciendo.

Fueron rumores venidos de otras gotas situadas en aquellas hojas, un poco más altas, los que corroboraron la intranquilizante realidad: La claridad, aquella hermosa luz que daba vida y color a todo el universo, provocaba el empequeñecimiento de todas y cada una de las gotas. Al parecer, la cegadora bola de fuego había vencido a la reina del rocío y sus estrellas en la lucha por el cielo; y mientras la sencilla noche las hacía crecer, el irresistible calor del amanecer pretendía destruirlas.

A Leticia casi no le quedaban ni fuerzas para hablar. La pequeña gotita de rocío iba perdiendo su forma redondeada para pasar a ser tan solo una diminuta lentejuela, que de un momento a otro desaparecería para siempre. ¡Que injusto!, la más pequeña y la primera en irse. La cosa parecía irremediable, era notoria la imposibilidad de luchar contra lo que a todas les estaba ocurriendo.

Eleodora intentaba encontrarle sentido a todo cuanto estaba sucediendo. Ella, que confiaba en una maravillosa naturaleza que le había dado la vida. Ella, que había tomado el amanecer como algo bello y sublime. Y ahora, sin embargo, todo junto se presentaba como algo odioso, horrible y destructor. ¿Cómo consolar a Leticia, cuando probablemente ya no era ni tan siquiera capaz de oírla?

Y Leticia dejo de existir. Se fue. Tan maravillosa e incomprensiblemente como vino al mundo, así también desapareció. ¿De qué servían las palabras de aquella loca gota venida del cielo?. Dijo que ella estaba allí antes de que el rocío se empezara a formar. Dijo que vio nacer a todas y cada una de las gotas que estaba a su alrededor. Y no solo eso, dijo también que ella misma había sido antes rocío, y que lo que avisó que pasaría y nadie antes creía: la disminución; no era en absoluto el final, sino que todo era un interminable ciclo. Dijo que todas ascenderían al cielo, y luego, como ella, volverían a caer de nuevo a la tierra. Y aunque a Eleodora también le resultaba difícil de creer, prefería acabar su corta vida pensando en que algún día pudiera volver a estar junto a la desaparecida Leticia. De todos modos por lo menos le servía para vivir sin la desesperación que estaba invadiendo a sus compañeras.

El nacimiento del amanecer, cuya contemplación debía de ser algo hermoso, se transformaba a cada minuto que pasaba en fuente de discusiones cuando no de odios mutuos y disquisiciones.

Freda estaba obsesionada. Ahora era ella quien envidiaba el destino de la desaparecida Poncia. Al menos lo suyo fue rápido, mientras que a ella… no tan solo le quedaba una larga agonía, sino que probablemente también debería cargar con la soledad de ser la última. Ella misma intentaba moverse para caer de una vez por todas siguiendo el oscuro sendero que un día tomó Poncia. Sin embargo, todo era inútil. Contemplaba impotente a Eleodora, que no era ya más de la mitad de lo que un día había llegado a ser; y mientras se revolvía en sus entrañas, le parecía injusto todo cuanto ocurría. ¿Quizás mejor no haber existido nunca?.

Y como el tiempo se acababa, ¿qué importaba el ser grosera?. La estúpida Eleodora por fin la dejaría en paz. ¡Por fin reina de la alfombra!. Y esa entrometida gota de lluvia. ¿Qué sabrá ella, la presuntuosa, sobre lo que nadie puede conocer?. ¿Acaso no se quiere dar cuenta de que es tan gota como las demás?. ¡Loca y odiosa mentirosa!. Mírate y veras que también tú, eres ya solo la mitad. ¡Ojalá pudiese llegar a donde tú estas para calentarte y hacer desaparecer tu otra mitad!.

Y el monstruo solar, oídos sordos a los gritos de protesta de millares de gotas que veían desaparecer a sus menores compañeras, seguía desatando su irresistible y destructor calor. Viéndola allá en lo alto, pensaba Eleodora en qué motivos podía tener aquella esfera para desear su destrucción. O quizás también ella obedecía a una cruel e incomprensible naturaleza.

Cuando sin fuerzas para hablar, comprendía que su fin llegaba, Eleodora se vio sorprendida por algo inaudito: En su última molécula, cuando nada físico parecía ya quedar, una extraña fuerza la hacía elevarse de la sedosa superficie. Mientras ascendía, no quiso preocuparse de lo que ocurría. Absorta en su rededor, contemplaba como el paisaje cambiaba. Descubrió el ahora diminuto abismo por donde antaño resbaló Poncia. ¡Y allí estaba!, reposada, tranquila y solitaria en aquel penumbroso fondo.

Aquel pétalo que lo había sido todo para ella, conforme subía, se descubría como parte de un conjunto cuya forma, incomprensiblemente irradiaba belleza. Y sobre esa delicada flor, encontraba ocultas gotas que a la sombra del rey del rocío, seguían preguntándose qué sería de ellas. Allá quedaba la ahora solitaria Freda. ¿Cómo decírselo?. ¿Cómo explicarle la increíble continuidad de lo que parecía ser el trágico final?

¡Pero porqué preocuparse por eso! Aunque por mucho que gritaba no parecía oírla, la consolaba saber que Freda, al igual que todas y cada una de las gotas de rocío, más tarde o más temprano, ascenderían también sobre aquella belleza de la que ahora no quería perderse ni un solo detalle. Un frondoso jardín en su frescor matutino, lleno de flores con sus diferentes colores; con hierbas, piedras y árboles enormes; y una multitud de pequeñas gotitas que hacían titilar los rayos del vespertino rey sol. Por entre las espesas ramas, resbalando por anversos y reversos de verdes hojas, nada podía ya pararla en su gran viaje. Por fin ella y el azul cielo. Detrás, bajo aquel árbol, una inmensa legión de millares de compañeras formaba aquella neblina que despegaba a su encuentro. Y descubriendo a las que como ella, absortas en la belleza de la creación, eran sus compañeras de viaje, Se dio cuenta de que su deseo se vería cumplido: Buscaría a Leticia por entre las nubes y de seguro que la encontraría. Juntas esperarían a Freda y a Poncia; y juntas también, se cogerían las cuatro de la mano para formar una gota de lluvia, y así, bajar y consolar a cuantas preocupadas gotas de rocío, día tras día malgastan su corta existencia luchando contra las inevitables y maravillosas leyes de la eterna naturaleza.

F I N

Shankara

GUISANTES RELLENOS

Ingredientes para 6 personas.

 1/2 Docena de guisantes bien grandes

 200 gr. de beicon frito

 6 huevos duros

 4 pimientos rojos

 1/2 Kg. de tomate triturado

 50 gr. de espaguetis en su punto

 100 gr. de queso rallado

 Sal, aceite, perejil y unas hojas de laurel

Preparación:

Una vez cocidos los guisantes con las hojas de laurel, se dejan enfriar. A continuación se cortan con un cuchillo bien grande y afilado (es importante que alcance el diámetro completo de los guisantes para un corte limpio), y vaciaremos con una cuchara la mitad de cada hemisferio.

En una sartén grande, prepararemos el sofrito de los pimientos con el tomate y el perejil y le añadiremos el beicon troceado y los huevos duros hechos taquitos. Si queda demasiado claro, podremos espesarlo añadiendo una o dos cucharadas de harina.

Una vez rellenos los guisantes con el sofrito, los volveremos a unir y coseremos ambos hemisferios con los espaguetis, que deberán estar en su punto para evitar que se rompan. A continuación los colocaremos en una fuente y tras cubrirlos con el queso rallado, los gratinaremos al horno.

Recomendaciones:

Puede acompañarse con un vino rosado, ligeramente frío.

 -¿Qué te parece?

 -¿El que?

 -¡Pues que va a ser!, semejante estupidez. ¿Tu crees que el vino rosado es el más adecuado para acompañar unos guisantes?.

 -!No se!. De todas formas, no creo que encuentres guisantes tan grandes para que uno solo sirva de un segundo plato.

 -¿Querrás decir de primero?.

 -¡No, segundo!. Los guisantes siempre van de segundo.

– No digas tonterías, todo el mundo sabe que la paella lleva guisantes, y la paella se come de primero, o no?.

 -¿Pero quien te ha dicho a ti que la paella lleva guisantes ?. La paella, lo que lleva son garrafones.

 -¡Garra qué!

– Garrafones. ¡Ya sabes, eso que parecen habas secas!.

 -De todas maneras, sigo pensando que el rosado no pega.

 -¡Que no pega!; depende, porque hay algunos que con dos vasitos, te pega cada una…

 -No digas tonterías, quiero decir que no congenian, no casan, no…

-¿Pero como se van a discutir los guisantes con un vino de mesa ?

 -Un guisante normal no se, pero uno del tamaño lo suficientemente grande como para poder hacerse relleno…

 -Me parece que estamos llevando una conversación típica de besugos y que hay temas para hablar más importantes que una estúpida receta de guisantes ¿no crees?.

 -¡Supongo!, pero no se me ocurre otra cosa de la que hablar. ¡Claro que ahora que mencionas lo de los besugos… ¿tu crees que irían bien con los guisantes?.

 -Déjate de chorradas. ¿Porqué no seguimos con la conversación de antes?.

 -¿Demostrar la existencia e inmortalidad del alma?, ¡va!, eso no le interesa a nadie.

 -A mi sí.

 -Eso lo dices porque lo de los guisantes lo encuentras aburrido.

 -¡Hombre, la verdad es que…

 -¿Y si te dijera que tú eres un guisante?.

 -¿Qué?

 -¡Sí, que eres un guisante!. Uno de esos extraños guisantes gigantes que se pueden cortar por la mitad para hacerlos rellenos.

 -¡Eh, eh, eh, un momento!. El que sea verde no significa que tenga que ser un guisante.

 -¡Claro que no, por supuesto; no he querido decir tal cosa!. Pero supongo que por un momento, podrías imaginarte que eres un guisante.

 -¡Pero que estupidez!. ¿Cómo voy a imaginarme que soy un guisante?.

 -¡Bueno, tómatelo como un juego!.

 -No se de qué puede servir pero vale esta bien, ¡venga juguemos!. Soy un guisante. ¿Y eso porqué tendría que hacer interesante esa estúpida receta de cocina?.

 -¡Cómo que una estúpida receta de cocina!, es: TU RECETA DE COCINA. Tú eres el plato fuerte, el ingrediente principal, la estrella de la creación: El guisante. La receta es tu historia. Antes me preguntabas y estabas muy interesado en saber cual es el motivo de nuestra existencia y el futuro que nos espera, y estoy seguro de que era una de las cosas que más te preocupaba e intrigaba. ¡Bien, ahora eres un guisante!, y en la receta puedes ver el papel del protagonista que juegas y también tu destino.

 -¡Pero ese no es mi destino de verdad!

 -Eso es porque todavía sigues sin creer que eres un guisante, tú sigues sin querer jugar a lo que te propongo.

 -¿Pero de qué puede servir el creer que soy un guisante?.

 -Te lo acabo de decir. La receta es tu historia de principio a fin. ¿Qué te parece?.

 -Una pérdida de tiempo. Para empezar, si yo fuera realmente un guisante, ¡que no lo soy!, y esa receta fuese mi destino, ¿qué sacaría de saber que acabare siendo hervido, cortado por la mitad, relleno de sofrito y asado al horno?

 -…Y en la barriga de alguien!

 -¡Y eso !, en la barriga de algún tragón.

 -¡Esta bien!, ahora te propongo que sigas imaginando: tú eres el guisante, y yo… soy el cocinero.

 -¡Así que tú eres el que me va a cortar en dos!.

 -¡Muy bien, perfecto!, veo que le estás cogiendo el tranquillo. Ahora, como me caes bien y yo soy el cocinero, te propongo otro destino: ¿Qué te parecería si en vez de ser hervido, cortado, relleno, sofrito y asado… solo te hiervo y te pongo en rodajitas en una ensalada de arroz.

 -¿Y porqué siempre tengo que acabar escaldado y en un plato para que me coma alguien?.

 -¡Esta bien!. Entonces… ¿prefieres que te deje pudrir sobre la mesa o mejor te pongo fresquito a congelar en el frigorífico?.

 -¿Y porqué no te pudres tu de aburrimiento y me dejas a mi en paz?. Ya estoy harto de este juego. No me gusta nada eso de ser un guisante. Dejo de jugar.

 -Como quieras, pero así no evitaras ser hervido, cortado, relleno…

-¡Vale ya!. Te he dicho que no quiero seguir imaginando tonterías. No soy un guisante y punto.

 -Así no evitarás lo irremediable. Debes aceptar tu realidad. Mira a tu alrededor. Eres un guisante.

 -¡Y dale!

 -¿Pero es que eres incapaz de reconocer lo que te rodea?. Mira a tu alrededor, ¿qué haces encima de una gran superficie de madera?.

 -¿Pero qué pretendes, convencerme de que soy un guisante?.

 -¡Pero es que lo eres!.

 -¡Porque tu lo digas!.

 -¡Esta bien!. Entonces… ¿podrías decirme que hacen esas lonchas de beicon frito allí?.

 -¡Yo que se!. Alguien las habrá dejado. Además, ¿quién te dice a ti que sea beicon?.

 -¡Pero tu ves que es beicon!.

 -Sí, se le parece.

 -¿Y eso de allí, no son huevos duros hechos tacos?.

– ¡Vale, y qué !. ¡Una casualidad!. Eso no quiere decir que yo tenga que ser un guisante.

 -¡Y esa sartén en la que se ve hacer chup chup el tomate?.

– ¡Bueno, tomate!, reconozco que es rojo, pero de ahí a decir que es tomate…

 -¡Normal!. Como todo el mundo, no quieres reconocer las evidentes coincidencias de una realidad cuyo anunciado final detestas.

– ¡No, si estoy de acuerdo que todo esto se parece mucho a lo de la receta, pero…!

 -¿Y esa botella de vino rosado?.

 -¡Basta!

 -¿Y qué me dices de esos restos de pimientos rojos que alguien a cortado?.

– ¡Basta, basta y basta!.

-¡Y esa olla de agua hirviendo!. ¿No crees que es allí donde seguramente…?

-¡BASTAAA.!. ¡No, no y mil veces no!. Yo no soy un guisante. Vale que sea redondo y verde, pero no por eso voy acabar como tu me has dicho.

– Pero no tienes porque acabar así, ya te he dicho que yo soy el cocinero; y además soy tu amigo. ¿Qué propones que debo hacer contigo?

 -¡Pero es que yo no soy…, yo no puedo ser…!.

– ¡Sí, sí, ya se que no te gusta ser un guisante!, pero seguramente eso es tan solo porque lo que realmente no te gusta, es tu destino.

 -¡Para ya, estás consiguiendo asustarme!. ¿Pero como puede ser?. Yo no…, no…

-¿Tu crees que realmente yo pueda ser un guisante?.

 -¡Esta bien deja de llorar!. Me sincerare contigo. Yo en realidad no soy el cocinero.

– ¡UUUFF, gracias a Dios!. La verdad es que con todas estas coincidencias y lo que decía la receta, me empezaba a preocupar. Claro que en el fondo siempre he sabido que solo se trataba de un juego. ¡Ahora, que el susto de las lonchas…! es casualidad, ¿no te parece?.

 -Sí, La verdad es que ha sido original. ¡Me ha quedado bien!.

 -¿Qué quieres decir con eso de que te ha quedado?.

 -Verás…es que…, ya te he dicho que no soy el cocinero, pero…

 -¿Pero qué?.

– Es que me cuesta un poco decirlo, y no se si…

 -¡Venga suéltalo!.

 -Verás es que yo…,yo…, la verdad es que soy escritor.

 -¿Qué?.

– ¡Eso!. Que soy escritor y estoy escribiendo un cuento sobre guisantes.

 -¿Y tu crees que los guisantes son un buen tema para hacer un cuento?.

– ¡Oye, te acabo de decir que soy el escritor!.

 -¿Y qué?.

 -¡Bueno…, pues no sé, deberías estar impresionado!.

 -No creo que seas un escritor, lo que creo es que te hace falta un buen psicoanalista.

 -¡Pero bueno!, ¿cómo te atreves?.

– ¡Escritor!. ¡Ha!.

 -Lo sea o no, lo cierto es que tu futuro depende de mí.

 -¡Vamos a ver! si te he entendido bien, ¿quieres decir que yo soy un guisante porque tú lo dices, y que esas lonchas de beacon, los huevos troceados, la olla, todo esto está aquí porque a ti te parece original y te ha dado la gana de que exista?.

– Bueno no exactamente. A ti que te parece: este cuchillo existe o no.

 -¡Eh, eh, estate quieto!. No juegues con eso, las armas las carga el diablo.

– ¿Te parece real?. Pues entonces, todo lo que ves, existe porque yo quiero que exista.

 -¡Entonces…! ¿es cierto que yo soy un guisante?

 -Eso no tiene importancia, es solo un juego. ¡Recuerdas!

 -Pero las coincidencias… el beicon frito, los pimientos, la olla

 -No temas, no acabarás hervido si no lo deseas. Lo importante es que con la receta has despertado, te has dado cuenta de que realmente eres lo que yo te decía y ahora, sabes que yo puedo cambiarlo todo.

 -¿Entonces puedo dejar de ser un guisante?

 -Eso depende.

 -¿De qué?

 -De si me das algún buen motivo para dejar de serlo.

– No quiero acabar relleno de sofrito y asado al horno, ¿no te parece buen motivo?.

-¡Hombre!, a mi personalmente me hace gracia unos guisantes gigantes rellenos. ¡Es original!

 -¿Y no podrías imaginarte otra cosa menos original y que no acabe relleno?

 -¿Te apetece que te congele?

 -¡Muy gracioso!. Sabes qué; todavía sigo sin creerme que yo sea un guisante. Los guisantes no hablan… y además, ¿quién me dice a mi que la receta es cierta?. Lo más probable es que todo tenga una explicación científica.

– ¡Esta bien, llego la hora!. Si no se te ocurre nada mejor, me estoy cansando de escribir.

– ¡He, he!. ¡Para!. ¡Qué haces!.¡No!. ¡No me metas hay!. ¡En la olla no!. ¡Espera, espera..!. ¡Déjame pensar en algo!.

 -¡Esta bien!, te doy unos minutos para pensar qué otra cosa puedo hacer contigo.

 -¿Pero cómo puedes crear?.

– No pierdas el tiempo, eso es algo que jamás entenderás.

 -¿Porqué?.

 -Porque tu eres un guisante y no un escritor.

 -¿Pero cómo se va poder crear toda esta gigantesca cocina de la nada?.

 -Estas volviendo a las pesadas conversaciones de antes.

– ¡Un momento…!. ¡Claro!. ¡Ahora lo entiendo!. Tu no eres un escritor, ¡Tu eres… otro guisante!.

 -Buen intento.¡Pero no, fallaste!.

 -Entonces estoy en un callejón sin salida. Dejaré de existir en cuanto te canses de escribir.

– Lo cierto es que nunca has existido realmente.

 -Entonces tengo razón: nada importa lo que yo diga o haga, de la nada vengo y a la nada volveré.

 -No te lo tomes así. Me haces sentir culpable. Piensa que no puedo pasarme el resto de mi vida escribiendo para que existas.

 -Entonces será mejor acabar cuanto antes.

 -¡Déjame…, espera, haber si se me ocurre algo!.

 -No le des más vueltas, no importa. Lo cierto es que el único consuelo que me queda, es saber que aunque te cueste reconocerlo, tu eres tan guisante como yo.

 -¡No eso si que no!. Yo no soy un guisante, yo soy…, yo soy…

 -Un guisante.

– ¡NO!

 -Pues no. Pero debes reconocer que por lo que me contabas antes, también tu tienes el libro de cocina de tu universo. Así que con lo gamberro que eres…, seguro que acabarás en el infierno. ¡Ja, ja, ja…! Acabarás como yo: relleno de sofrito y asado.

-¡Qué, no dices nadas eh!. Reconócelo, tu estás tan atrapado como yo en mi receta. Cuando tu escritor se canse, también tu desaparecerás para siempre.

 -¡Pero…!.

 -¿Pero qué, qué pasa?. Ahora no te gusta el jueguecito verdad.

 -Pero mi realidad tiene su explicación: El Big Bang, la evolución…

 -Creo que necesitarás ver el cuchillo como yo.

 -¡Pero no puede ser!. Tu no existes. Sin embargo yo…, tengo un cuerpo, una materia…

 -Y yo una verde y fina piel. ¡No te fastidia el presuntuoso!.

– ¡Un momento!.

 -¿Qué pasa ahora?.

– ¡Ya lo tengo!.

 -¡Silencio todo el mundo, al gran escritor se le ha encendido la bombilla!.

 -Menos guasa o hago que te arrugues.

– ¡Mil disculpas mi amo!.

 -¡No te das cuenta!, no tenemos nada de qué preocuparnos.

– ¡Ah no!, ¿y lo del acabar en el horno?.

 -Yo puedo convertirte en lo que tu quieras, ¿verdad?.

 -¿Y…?.

 -Que lo mismo ocurre con migo, solo que…

 -¿Qué…?.

 -Que tu en realidad eres yo. Soy yo el que pone las palabras en tu boca. Soy yo el que se asusta al ver el cuchillo. Y soy yo el que hace que tu me descubras y me comprendas.

– Pues no comprendo nada.

– Eso es porque crees que eres un guisante.

 -¿Y tú, crees que por ser humano eres menos guisante?.

 -¡Ah, ah, ah,…!. Diste en el clavo. Solo que yo ya he descubierto quien soy en realidad.

– Y yo. ¡Ufff…!. Por fin he dejado de ser un guisante que acabe hervido, cortado, relleno, y asado.

– ¡Porque yo he querido!.

 -¡Por supuesto!. Gracias.

 -De nada

 -Te quiero.

 -Y yo a ti.

– No crees que nos estamos pasando.

– Sí, será mejor acabar.

FIN

 ¿Oye… y cómo hiciste lo de las lonchas?.

Shankara

LA SOMBRA DEL SAUCE

Eran los últimos días de agosto y por fin las temperaturas empezaban a dejar de ser agobiantes, y aunque todavía parecía quedar bastante verano por delante, lo cierto es que para Miguel representaba el ineludible final de sus vacaciones en Gandía.

No obstante, Miguel se sentía afortunado. Desde luego le había sacado todo su jugo a ese mes; ¡claro que también se lo había ganado!. Todo el año estudiando para conseguir una media de notable en casi todas las asignaturas. Muchos de sus compañeros de clase llegaron hasta burlarse de él. Le llamaban empollón e intentaban desmoralizarle diciéndole que tanto estudiar no le serviría para nada; que más valdría que aprovechase el tiempo y les sacase partido a unos padres generosos. La verdad es que lo eran a pesar de no ser ricos. El año pasado el ordenador… y este, además de las vacaciones, ¡aquella preciosa máquina!. No podía dejar de mirarla, le tenía como hipnotizado. Tumbado a la sombra del sauce, contemplaba los hermosos juegos que organizaban las sombras de las hojas y los claros del sol sobre el violeta metalizado de su nueva moto. Pensaba en mañana, en la vuelta a Barcelona. ¿Iría bien segura en el tren?. Desde luego que el haberle regalado el ciclomotor estando de vacaciones, además de una pasada, había significado una completa gozada. Gandía resultaba completamente diferente: las distancias, los amigos, los nuevos lugares… Como esa ladera donde ahora él se encontraba: un precioso manto de hierba que se extendía desde el próximo camino de tierra, hacia abajo a la carretera; y continuando más allá, un suave descenso hasta romper en su encuentro con el mar. Y en ese verde paisaje, tan solo unos pocos árboles que parecían cuidados por expertos jardineros. Contemplaba como extendían sus ramas intentando acariciar el cercano suelo.

Fue una distraída rama llevada por la fresca brisa del atardecer, la que medio revoloteando llegó a parar a la nuca de Miguel. El juguetón e irresistible cosquilleo, hizo que la apartara casi instintivamente del molesto lugar. Cuando una vez más los caprichos del viento llevaron la rama al mismo sitio, distrayendo a Miguel de su hipnotismo por las hermosas y redondeadas lineas del brillante carenado de la moto; se enroscó el fino y verde brote de la rama alrededor de su mano y tiró con fuerza de él intentando desgajarlo del árbol.

El doloroso estrujón que sintió en su miembro, fue seguido de un expresivo ¡Ay!. Algo muy normal de no ser porque no había sido él quien se había quejado. Extrañado, miró a su alrededor intentando encontrar alguien cuya presencia le hubiera podido pasar desapercibida. Lamentándose de la enrojecida mano, con más rencor que molestia, asió de nuevo la rama decidido a vengar en ella su rabia. Un fuerte y seco golpe, que aunque doloroso, Miguel lo dio por bien empleado, hizo que arrancase de cuajo la fina ramilla cargada de verdes y alargadas hojas.

 ¡Ah!, ¿Pero se puede saber por qué has hecho esto?.

La mirada de Miguel buscaba a su escondido interlocutor. Sabía que era a él a quien iba dirigida la queja, ¿pero dónde estaba la persona?.

 ¿Que dónde estoy?. ¡Creo que soy suficientemente grande para que me veas!.

Intentando encontrar a alguien subido entre las ramas más gruesas, Miguel seguía desconcertado y sin poder precisar la dirección desde la que le hablaban.

 ¡Busca, busca!. ¿Qué, todavía no me ves?.

Deteniéndose en su rastreo, Miguel intentó reconocer la nítida voz de la que no atinaba a localizar su procedencia.

 ¡No, no creo que me reconozcas por la voz!, Y por cierto…, si estás buscando a alguien más, te puedo asegurar que no hay nadie en… -hubo una pausa y prosiguió la voz-. 35 sombras a nuestro alrededor.

-¿35 qué…?, se preguntaba idiotizado Miguel.

 ¡Sombras, sombras, ya sabes, la distancia de suelo que tapa el sol cuando está encima de mí!.

-¿Que tapa el…, encima de…?, se sacudía la cabeza Miguel, a la vez que se incorporaba decidido a encontrar al bromista.

Las hojas se le enredaban por la cara y parecían querer envolverle diabólicamente privándole de su vista y sus movimientos. Se las sacudía de encima con los brazos, mientras al girar se encontraba con nuevas ramas que salían a su encuentro. El miedo empezaba a embargarle y con un grito intentó parar el acoso.

 -¡Basta ya!. ¿Quién es?. ¿Qué quiere de mí?.

Una airada y robusta raíz, fue la que hizo trompicar a Miguel llevándole de bruces al suelo, mientras que invadido por un frenético pánico, reculaba hasta poner su espalda contra el recio y protector tronco del sauce.

 -¿Pero qué haces?. Ten cuidado o acabarás haciéndote daño. Aunque…, no te vendría mal. Así por lo menos estaríamos en paz.

Miguel, paranoico, no dejaba de buscar a diestro y siniestro a su agazapado interlocutor, mientras se preguntaba: ¿Con quién él no estaba en paz?. Por más que lo intentaba, no conseguía recordar a nadie que pudiese guardarle algún rencor como para prepararle una broma tan pesada y complicada como esta.

– ¡Bueno!. Supongo que entre los tuyos arrancarse unos cuantos pelos unos a otros debe ser una forma cordial de saludo o algo así, pero en lo que a mí respecta, te aseguro que resulta de lo más desagradable.

Mientras Miguel se cercioraba en sus recuerdos de no haber estirado nunca a nadie por los pelos recapacitó por la forma en que su interlocutor contestaba a preguntas que en ningún momento había formulado en voz alta.

 -Y si no lo haces con los demás, ¿te parece entonces bonito arrancarme una rama que no te sirve ni de leña ni de comida ni de nada?. ¿Una rama joven y todavía aun verde?.

– ¡Bueno, perdona…! contesto instintivamente y por educación Miguel.

-¡Un momento, un momento!. Recapacitó. ¿Qué estaba sucediendo?. ¿Es que acaso se había transpuesto con el golpe al caer al suelo, o quizás se trataba de un sueño?. Estaba teniendo la ridícula sensación de hablar con un árbol…

 -¿Así que hablar con migo te parece una ridiculez?.  Inquirió la enigmática voz.

 -¡Vamos!. ¿Quién anda allí?. ¡Basta!. Se acabó la broma.  Intentaba así Miguel encontrar una persona que le sacase de esa desagradable situación.

 -¿Todavía no lo tienes claro?. Soy yo, el Sauce. El mismo al que hace un momento le has arrancado una rama.

-¡Pero si los árboles no hablan!. Pensaba Miguel a la vez que inmediatamente, como si acabaran de leerle el pensamiento, le contestaban:

 -¡Por supuesto que no hablamos!. ¡Ni caminamos, ni saltamos, ni vamos por hay estirando a nadie de los pelos!. Pero eso no quiere decir que tu seas incapaz de… ¡habichuelas!.

 -¿Habichuelas?.  Replicó instintivamente en voz alta Miguel.

– ¿Qué?. ¡Oh, perdona!, es que acaban de brotar unas habichuelas no muy lejos de aquí, y pensaba…, bueno será mejor que lo deje para más tarde, no creo que las conozcas ni que te importen.

-¿Pero porqué estaba hablando en voz alta?. Se preguntaba Miguel mientras intentaba encajar lo de las habichuelas.

-¡Bueno!, pues si te interesa: Resulta que el otoño pasado quedó abandonado un pequeño huerto situado hacia donde se pone el sol; hacia el interior, ¡ya sabes!; y unas habichuelas, muy graciosas ellas por cierto, estaban preocupadas de que nadie les arrancara las malas hierbas; y aunque intenté animarlas, lo cierto es que no conseguí que dejaran su descendencia demasiado tranquilas; ¡aunque la verdad, yo tampoco las tenía todas con migo!. Así que de tanto darle ánimos, incluso yo llegué a tomarles cariño; a pesar que hay que reconocer que las habichuelas son muy groseras y no se les puede confiar ningún secreto. Recuerdo que una vez les comenté que se aproximaba una fuerte tromba de agua y que seguramente sería una pena para las cebollas ya que lo pasarían mal. ¡Y te quieres creer que guardaron el secreto!. ¡No, que va, al contrario!, corrieron a decírselo a unas espinacas para que les hicieran llegar la mala nueva a las pobres cebollas; y eso porque las habichuelas no pudieron decírselo directamente, que sino, seguro que hubiesen conseguido que las pobres cebollitas se hubiesen echado a llorar de miedo; y no te puedes ni imaginar la pena que dan las cebollas cuando lloran. Con decirte que… ¡Esta bien, esta bien!, ya veo que te aburre el tema.

¿Pero cómo era posible?. Pensaba Miguel. ¿Cómo un árbol iba a poder comunicase telepáticamente con él? Había una forma fácil de comprobarlo. Pensaría en una palabra. ¡Eso es! Pensaría en una palabra y haber si la adivinaba. Algo raro, algo que no tenga nada que ver con lo que les rodea… Algo como… No se le ocurría nada. ¿Pero cómo es que se estaba planteando seriamente el poder entablar conversación con un árbol? Sería mejor volver cuanto antes para casa y enviar sus alucinaciones a freír espárragos.

– ¿Espárragos?. No, no tengo el placer de conocer personalmente a ninguno. Aunque ahora que lo mencionas…, ¡Sí!. Recuerdo hace seis primaveras que un olmo me contó que se habían instalado unos cuantos muy hacia el interior. ¡Así que se frieron eh!, no me extraña, con la poca lluvia que cae últimamente. Por cierto, no hace mucho comentábamos entre los más viejos de nosotros, que la sequía resulta preocupante. Con decirte que una higuera de 382 años que vive hacia el sur, no recuerda unos años tan poco lluviosos como estos. Incluso te diré que bla, bla, bla…

Miguel casi sin prestar atención a la extraña conversación que sentía en su cabeza, era incapaz de encajar lo que estaba sucediendo. ¿Cómo podía un árbol, un trozo de madera sin cerebro, razonar como lo hace una persona?.

– ¡Eh, eh, eh…, sin faltar!. ¿Cómo que un trozo de madera sin cerebro?. El que a ti te haga falta un cerebro no significa que no se pueda razonar sin él.

-¿Ah, no?. Respondió mentalmente Miguel con ánimo de mofarse.

– No. y menos chulerías jovencito, que estás hablando con tu árbol.

 -¿Mi árbol?.

 -¿Tu árbol?. ¿Quién a dicho eso?

 -Tú.

 -¿Yo?.

 -¡Claro que sí!.

 -¿No acabas de decir que sin cerebro no se razona; cómo quieres entonces que sepa porqué he dicho que soy tu árbol?.

 -¡Esta bien!, no sé lo que me pasa. Seguramente se trata de un desdoblamiento de personalidad.

– ¡Desdoblamiento has dicho!. ¡Ten cuidado!. ¿Ves ese almendro de allí?. ¡Sí, exacto, ese mismo, el de las hojas oscuras!. Pues hace dos años intentó desdoblarse y hay lo tienes, como si lo hubiera partido un rayo, mitad vivo mitad muerto. Hay que tener mucho cuidado con eso del desdoblamiento, yo siempre he dicho que…¡Vale, vale, ya me cayo!.

Y se seguía preguntando Miguel: ¿Cómo había adivinado que quería que se callase?. ¿Cómo un árbol…?.

 -Típico de humanos.

– ¿El qué?.  Preguntó Miguel.

– Los lagartos se quedan en silencio en medio de una conversación al pronunciarse la palabra sol. Los topos esperan al día siguiente para responder cualquier pregunta que les formules; incluso la más sencilla que te puedas imaginar como: «si han comido patatas recientemente o algo por el estilo». Y los humanos sin embargo, sois incapaces de aceptar lo que sentís si antes no lo entendéis y lo podéis racionalizar.

 ¿Pero…?.  Miguel se detuvo dándose cuenta de que el sauce debería decirle: ¡Lo ves!. Pero continuó.  ¿Pero cómo es que nadie antes ha oído hablar a un árbol?.

– ¿Quién ha dicho eso?. Todos los seres vivos nos comunicamos; excepto creo recordar cierta clase de pez… no recuerdo… ¿cómo era…?. ¡Supongo que es igual!. A lo que te decía: siempre que esté autorizado, se puede entablar conversación.

– ¿Autorizado?.  Se extrañó Miguel. ¿Por quién?.

 -Por ambas partes por supuesto.

– ¿Ambas partes?, ¡No entiendo!.

– ¡Bueno, ya sabes…!, cuando uno decide ser un ratón, no quiere poderse comunicar con los gatos.

 -¿Quieres decir que también se puede hablar con los ratones?.

 -¡Claro, por supuesto!, ya te he dicho que toda criatura tiene conciencia.

 -¿Conciencia?.  Se mostró de nuevo extrañado Miguel.

– ¡Claro!. La conciencia es donde van a parar todas las experiencias de la existencia. Es esa cosa que te hace sentir que existes y estás vivo. Es la esencia, la…, en fin, ¡tú!, lo que ahora te hace sentir como te sientes.

 -¿Quieres decir… el cerebro?.

 -¡No, no, no, cabezota!. El cerebro es parte de tu cuerpo, como las raíces lo son del mío; está para utilizarlo, para coordinar todos tus sentidos, para percibir todas las cosas que pasan a tu alrededor desde tu único y peculiar punto de vista. El sol por ejemplo, sale para todos por el horizonte, sin embargo, ¿no es una maravilla que dependiendo de lo que somos y de lo que hallamos vivido, lo veamos de una manera completamente tan diferente?. Estoy seguro que de atún sentías cosas que ahora ni tan siquiera eres capaz de imaginar.

 -¿Atún?.

 -Olvidaba que los humanos decidisteis no recordar. ¡Bueno!, ya que he empezado, acabaré: Verás, hubo un tiempo en que fuiste Atún, después decidiste ser un pescador humano para entender por qué te capturaron en la red siendo atún. De pescador te pusiste a envidiar a esos pájaros que obtenían la comida tan fácil y que parecían no tener de qué preocuparse, así que decidiste ser gaviota pensando que sería Jauja. Como pudiste comprobar, la vida de un pájaro no fue nada sencilla; así que después de eso, quisiste volver a probar con lo de ser humano.

 -¿Pero cómo puedes saber todo eso?

 -La Única.

 -¿Qué quieres decir con la Única?.

– La Única quiere que yo sepa y te diga, y tú decidiste que supiese y te dijera.

 -¿Pero quién es la Única?.  Preguntó Miguel.

– La Única es la que organiza toda la creación. Sin organización todo sería un desastre. ¿Te imaginas ser un antílope y saber que serás león justo en el momento en que eres perseguido por uno?. Todo perdería su magia, su atractivo. En vez de correr para salvar el pellejo y sentir como circula alocada la adrenalina por tus venas, te sentarías aburrido esperando que te devorasen lo antes posible. ¡Oh sí, hace falta una buena organización!. Por eso la Única, es la única que sabe toda la historia de principio a fin, y solo ella puede decidir que sepas lo que debes saber. Yo por ejemplo, sé toda tu historia; pero eso es algo que tú no puedes conocer, porqué cuando decidiste ser Miguel, aceptaste no poder acordarte de nada; igual que aceptaste este encuentro.

 -¿Este encuentro?.

– Sí, esta charla.  Contestó el Sauce.  No creerás que todos los árboles van hablando a la gente por hay.

– ¿Pero cómo puedes saber…?.

– Yo no lo sé.  Interrumpió a Miguel.  Ya te he dicho que es la Única quien permite que yo sepa y te lo cuente.

– ¡Pero eso es imposible!.  Exclamó Miguel.

 -¡Lo parece verdad!. Eso es lo maravilloso de la creación. No intentes buscarle sentido o entenderlo, simplemente es algo que debes aceptar. ¿Cómo saber que justo dentro de cinco segundos vendrá un gorrión y se posará a un escaso palmo de tus pies?, es algo que decidiste no poder entender.

Casi entre risas internas, Miguel se imaginaba lo gracioso que sería que un pájaro viniera de veras. Cuando el diminuto gorrioncillo se posó casi tocando a sus pies y revolvió las briznas de hierba echando a volar en cuanto agarró con el pico una pequeña hebra seca, resultó indescriptible.

– ¡Bonito verdad!.  Susurró en su mente la voz del sauce, mientras Miguel experimentaba con un nudo en su estómago, la patente realidad que acababa de suceder.

Aun en el supuesto de que estuviera alucinando y fuera su subconsciente quien le hablara, ¿cómo podía él adivinar lo del gorrión?. Y sin embargo el gorrión había venido; él lo había visto con sus ojos; ¿o acaso se le estaban despertando poderes de adivino?.

 -Me va a ser difícil decir lo que tengo que decirte.  Le hacía la voz del sauce volver de sus pensamientos a Miguel.

– ¿Qué tienes que decirme?.  Repuso mientras le agradaba la idea de imaginarse al sauce con problemas.

 -¿Te sorprende que tenga dificultades?. ¡Pues sí, así es!. Tenemos dificultades como todo bicho viviente, o ¿qué te creías?.¿Acaso piensas que durante 53 años toda mi vida ha consistido en tomar el sol?. No te puedes ni imaginar con lo que he tenido que enfrentarme. Mis primeros recuerdos son los de una húmeda y acogedora primavera, allí por primera vez abrí mis hojas al sol. Era un pequeño retoño rodeado de tierra blanda y bien abonada por unas ovejas, que por cierto, llevan años sin volver por aquí. Pero como te decía, conforme crecía, tuve que luchar por romper con mis raíces el duro suelo de más abajo. Cuando llegó el primer invierno pensé que no lo contaba, pero con la primavera…¡Oh la primavera!, es increíble la vitalidad que da. A pesar de eso, tuve que esforzarme mucho.

 -¡No es tan malo!.  Pensó por un instante Miguel, quien se imaginaba la fácil evolución de un árbol.

 -¡Fácil!. Eso lo dices porque nunca te has enfrentado a un millar de hormigas subiendo por tu tronco y dispuestas a dejarte sin una sola hoja; o a las ratas que te roen sin compasión hasta romper una raíz que has tardado años en conseguir; aunque dentro de todo, reconozco que he tenido la privilegiada suerte de estar en un jardín cuidado por humanos, y al menos, no tengo problemas de agua ni de insectos.

Solo pensar en la sensación de sentir a las hormigas subiendo por el cuerpo y sin poder hacer nada, hizo que Miguel se rascase todo su cuerpo y no envidiara para nada la vida del sauce.

– ¡Bueno, tampoco es para tanto!.  Prosiguió el sauce.  De hecho, las cosas buenas superan con creces a las malas. Ya te he dicho que la primavera es maravillosa. No te puedes imaginar lo que es sentir el recibir todos los rallos del sol, y notar toda esa energía corriendo por tu tronco. Las raíces se robustecen y cavan rompiendo piedras, y a través de ellas, siento todo el mundo que me rodea. Percibo las vibraciones que produce cada ola del mar al estrellarse contra las rocas. Conozco a centenares de animales que viven a mi alrededor. Sé dónde están en cada momento, qué comen, cuanta familia tienen y algunos me cuentan sus penas e inquietudes. Por ejemplo, unos topos que viven a tres sombras de aquí son mis preferidos. Hay ocasiones en los que se reúnen varios clanes en la misma época, y yo aprovecho para contarles historias de sus abuelos y ya sabes, las últimas novedades de los alrededores; no sé si habrás notado que los sauces somos un poco parlanchines, así que con los topos, como en cuanto nos intentan interrumpir una historia les podemos preguntar cualquier tontería y permanecen en silencio hasta el día siguiente, son un público fantástico. Aunque también me lo paso muy bien con los conejos. ¿Sabías que en toda mi vida he conocido a más de 158.000 descendientes de aquella conejita que intentó descortezarme el tronco de joven?. Suerte que pasaba por allí un zorro y bla, bla, bla…

Mientras Miguel meditaba en como podía percibir las vibraciones de las olas con las raíces, el sauce salió al paso.

 -¡Y no solo eso!. A través de los miles de metros de nuestras ramas, percibimos muchas otras cosas: Podemos notar el más mínimo cambio en la composición del aire. Algo así como vuestro olfato. Y distinguir entre el húmedo y salado aire marino, el seco i terroso interior o el del norte con sus humos y sus ácidos. También notamos muchos ruidos lejanos, aunque con vuestras máquinas, desde aquí no podemos oír gran cosa más. ¡Oh, sí!. La vida de sauce ofrece muchas recompensas. Al fin y al cabo, qué serían de las hormigas sin nuestras hojas. O de los hongos, o de la cantidad de humanos que han disfrutado de nuestra sombra. El notar la satisfacción de un humano bajo nuestras hojas…, créeme, es de lo más reconfortante.

Miguel se sentía feliz de haber podido hacer sonreír al sauce. ¡Sí!. Aunque parecía mentira, notaba como sonreía; e incluso experimentaba su dulce abrazo. Un sauce sonriendo…¡que cosas!. Pero también recordaba que había dicho que era su árbol. Así que si otras personas antes que él habían estado a su sombra, ¿porqué le había elegido?.

Extrañado de la falta de premura a la contestación de su pregunta, la duda de poder haber perdido su contacto con el sauce le hizo preocuparse. Sentía que el sauce estaba allí, pero sin embargo, no escuchaba nada. Por más que mentalmente le pedía que dijera alguna cosa, parecía no escucharle. Ahora prefería no pensar ni tan siquiera en la posibilidad de que todo hubiese sido una jugarreta de su imaginación. De algún modo, empezaba a querer a Sauce, y le preocupaba de que su nuevo y especial amigo no le contestase.  ¡Vamos!. ¿Porqué no dices nada?.

Sauce no tenía palabras que decir, y sin embargo debía hablar.

 -Sí, estoy todavía aquí.  Un alivio hizo que Miguel suspirara profundamente.

 -¿Pero porqué no contestabas antes?.  Preguntó Miguel.

 -Ya te he dicho antes que lo que tengo que decirte no me resulta nada fácil.

Mientras Miguel intentaba imaginarse qué podía querer contarle, el árbol prosiguió.

– Antes que nada, quiero que sepas que yo tampoco sé por qué tengo que decírtelo. Tal vez me gustaría que nuestro encuentro nunca hubiese ocurrido, porque sé como te sentirás.

– ¡Cómo me sentiré!. ¿Por qué?.  Preguntó impaciente Miguel.

Aunque no pudo definir las palabras, Miguel sintió perfectamente como el sauce se lamentaba de tener que decirle que su tiempo de humano se acababa.

 -¿Qué quieres decir con eso?.

 -Solo eso. Créeme, es la primera vez en mi vida en la que no tengo ganas de hablar; a pesar de estar en tan buena compañía como la tuya. Aunque recuerdo el trágico incendio de hace dos años…, soplaba viento del interior y me llegaban las cenizas de unos compañeros que…¡Lo sé , lo sé!, me desvío del tema; pero de verdad Miguel, no puedo aclararte nada más. ¡Lo siento!. Tenemos que despedirnos, viene gente. ¡Hasta mañana!.

– ¡Mañana no podré venir, regreso a Barcelona!. ¡No me oyes!. ¡Contesta Sauce!. Tienes que explicarme…

Cuando Miguel puesto en pie buscaba en el tronco la inexistente cara de su amigo, se encontró gritando en voz alta ante tres mujeres mayores que le miraban extrañadas. Al verle, se interrogaron con los rostros unas a otras a la vez que intentaban descubrir a la ausente persona con la que aquel joven parecía estar hablando.

 -¿Te ocurre algo muchacho?. ¿Hablas con nosotras?.

Miguel se disculpó, y viendo que parecían querer descansar en el mismo sitio donde ahora él se encontraba, optó por coger la moto y volver para casa. Cuando miró el reloj y vio lo tarde que era, comprendió que se había quedado dormido y su imaginación le había obsequiado con una amena compañía. ¡Como Alicia en el país de las maravillas!. Aunque lo cierto, es que a pesar de todo, ahora se sentía más identificado con los árboles. Jamás se había planteado lo duro que podía llegar a ser la vida de éstos; y menos aun, que pudieran sentir y experimentar con sus ramas igual que él con sus ojos. Hasta pensaba en toda esa gente que los maltrata como si fueran piedras inanimadas. ¡Si pudiesen descubrir cómo son en realidad!

Cuando llegando al cruce con la carretera todavía seguía intentando admitir que la escena del gorrión no había sido real, el fuerte chirrido de un frenazo le hizo despertar demasiado tarde para evitar la colisión. El coche se le acababa de echar encima.

No sintió dolor; ni tan siquiera la más mínima molestia. Fue… como entrar en el sueño. Cuando se despertó, se estiró con todas sus fuerzas mientras sentía cómo de sus brazos un dulce calor descendía hasta su corazón. Quiso abrir los ojos para saber donde estaba; y de repente, sin levantar parpado alguno, contempló todo el espacio que le rodeaba. Unas rítmicas y suaves vibraciones le hacían sentirse parte íntima de la tierra; tierra que podía oler. ¡Mmm…!, su húmedo y rico aroma era de lo más agradable. Un cosquilleo en su espalda le hizo preguntarse quien podía ser que le tocase. Sin girarse, tan solo cambiando el punto donde enfocar su atención, se vio frente a frente con alguien que le resultaba conocido y del que recibía una especie de calor, ¡o más bien era amor!. ¿Pero quién podía ser?, y mucho más importante: ¿Quién era él?. ¿Y dónde estaba?

Notaba como una potente voz proclamaba a muchas sombras de distancia a la redonda: ¡Felicitadme todos!, me acaba de nacer un retoño a dos sombras de donde yo estoy. Y dirigiéndose claramente a él, continuó:

  Sabes Miguel, tengo muchas cosas que contarte.

F I N

Shankara

ROCÍO

¡Ahí tantas cosas maravillosas por descubrir! Y, sin embargo, muchas otras ocurren día a día alrededor nuestro sin que tan siquiera seamos conscientes de su existencia. Así pasa por ejemplo con esas diminutas gotas de agua que cada mañana nacen y desaparecen, y a las que conocemos por el nombre de: Rocío.

Sobre el delicado pétalo de una rosa, en un fresco amanecer cualquiera, tiene comienzo el nacimiento y vida de una de esas insignificantes motitas de rocío.

Casi nadie reparó en la existencia de Eleodora. Tan pequeña, tan común; y tan corto el tiempo para que alguien pueda fijarse en ella…

Eleodora se preguntaba como el resto de sus compañeras: cómo y de donde venía. Parecía algo evidente y a la vez mágico: Primero existe una semilla, una diminuta y minúscula molécula de agua; poco a poco se van juntando y la gotita va creciendo y se hace más y más grande. Aquello al menos era lo que le habían contado esas adultas gotas que la rodeaban.

Eleodora estaba creciendo. Notaba como de instante en instante se expandía y llenaba de una sustancia que no veía ni sentía, pero que evidentemente la hacía aumentar de tamaño.

Tan imperceptible como crece la intensidad de un sentimiento, así Eleodora aumentaba de la nada en todas direcciones. De esa manera, pronto alcanzaría a esas mayores que la rodeaban y que antaño envidiaba.

Freda, Poncia y Leticia eran las tres gotas más cercanas a Eleodora. Las dos primeras Freda y Poncia, mayores que ella, parecían no poder hacerse más grandes y se dedicaban a hablar y hablar sobre lo duro que había sido crecer, y sobre aquella extraña y gigantesca gota brillante que de jóvenes vieron correr por el oscuro cielo y acabó desapareciendo en el horizonte. Leticia, sin embargo, era la mitad que Eleodora y nació poco después de que la blanca reina del rocío desapareciera con su corte de estrellas. Aunque a decir verdad, ni la misma Eleodora recordaba muy bien la imagen de la majestuosa Luna.

Juntas, Leticia y Eleodora a menudo se retaban a ver cual de las dos llegaría primera a ser tan grande como Poncia. Y entre la alegre existencia, fue Poncia la primera en darse cuenta de como inexplicablemente, uno de aquellos puntos luminosos del cielo que se reflejaban en la superficie de cada una de las cristalinas gotas de rocío, había desaparecido del firmamento.

Una extraña claridad empezaba a inundar el negro techo cambiando su color por un tenue azul. La claridad iba borrando las estrellas una tras otra, y con el fin de éstas, asistían al nacimiento de un nuevo y enigmático universo de luz que daba color y formas a todo cuanto las rodeaba. Así fue que esa gran sombra oscura que se resistía al amanecer, poco a poco se descubrió como un gran arbusto de grandes hojas, repletas de cientos de gotas como ellas que hasta ahora, pese a su cercanía, ignoraban su existencia.

Eleodora no podía dejar de sentirse extasiada por la maravillosa naturaleza que estaba naciendo a su alrededor. Hasta hace bien poco, solo conocía a unas pocas gotas como ella y parecía que aparte de los puntitos del cielo, no existía nada más. Sin embargo, ahora, no alcanzaba a comprender de donde había salido todo aquello que ahora la rodeaba. Jamás hubiera imaginado que bajo ella existiera nada, sin embargo una aterciopelada superficie de color rosa había aparecido cambiando por completo el aspecto de sus compañeras Leticia, Poncia y Freda. Sus vestidos oscuros repletos de diminutos reflejos luminosos, habían cambiado exactamente igual que todo cuanto las rodeaban; y de esta manera, el rosado suelo las había teñido con su color de cintura para abajo.

Freda y Leticia tampoco supieron como había ocurrido, pero de repente, Poncia empezó a temblar y hacer vibrar sus colores para poco después, con mucha más rapidez que la reina del rocío, iniciar una loca carera que la hizo desaparecer en el abismo en que acababa la inclinada y aterciopelada alfombra. Freda, más o menos de su misma edad y tamaño, empezó a preocuparse de los motivos por los que su compañera Poncia había desaparecido. ¿Le ocurriría lo mismo a ella?.

Pronto se corrió la voz de la triste realidad. Una fuerza misteriosa y contra la cual parecía inútil luchar, atraía hacia abajo sin compasión a las grandes gotas que habían nacido en lugares inclinados. Se decía que en la carrera, a menudo arrastraban en su caída a otras gotas grandes y pequeñas que se entrometían en su trayectoria; y aunque algunas decían que se unían y formaban otras de mayores, también existía quien juraba haberlas visto desaparecer absorbidas por la tierra.

Eleodora sin embargo, maravillada por el mundo que despertaba a su alrededor, prefería dejar de banda el recuerdo de la temblorosa imagen de su amiga luchando desesperadamente contra la caída en el abismo. Prefería no prestar atención a los rumores y así seguía embobada, como hipnotizada, por aquella deslumbrante bola en el cielo que la hacía experimentar como un extraño… ¿Calor?.

Aunque se lo había parecido, Eleodora no se atrevió a decírselo a la pequeña Leticia, pero a cada momento que pasaba, la veía como disminuir de tamaño. Y no era tan solo ella, sino también Freda y las demás gotas que la rodeaban las que parecían estar empequeñeciendo.

Fueron rumores venidos de otras gotas situadas en aquellas hojas, un poco más altas, los que corroboraron la intranquilizante realidad: La claridad, aquella hermosa luz que daba vida y color a todo el universo, provocaba el empequeñecimiento de todas y cada una de las gotas. Al parecer, la cegadora bola de fuego había vencido a la reina del rocío y sus estrellas en la lucha por el cielo; y mientras la sencilla noche las hacía crecer, el irresistible calor del amanecer pretendía destruirlas.

A Leticia casi no le quedaban ni fuerzas para hablar. La pequeña gotita de rocío iba perdiendo su forma redondeada para pasar a ser tan solo una diminuta lentejuela, que de un momento a otro desaparecería para siempre. ¡Que injusto!, la más pequeña y la primera en irse. La cosa parecía irremediable, era notoria la imposibilidad de luchar contra lo que a todas les estaba ocurriendo.

Eleodora intentaba encontrarle sentido a todo cuanto estaba sucediendo. Ella, que confiaba en una maravillosa naturaleza que le había dado la vida. Ella, que había tomado el amanecer como algo bello y sublime. Y ahora, sin embargo, todo junto se presentaba como algo odioso, horrible y destructor. ¿Cómo consolar a Leticia, cuando probablemente ya no era ni tan siquiera capaz de oírla?

Y Leticia dejo de existir. Se fue. Tan maravillosa e incomprensiblemente como vino al mundo, así también desapareció. ¿De qué servían las palabras de aquella loca gota venida del cielo?. Dijo que ella estaba allí antes de que el rocío se empezara a formar. Dijo que vio nacer a todas y cada una de las gotas que estaba a su alrededor. Y no solo eso, dijo también que ella misma había sido antes rocío, y que lo que avisó que pasaría y nadie antes creía: la disminución; no era en absoluto el final, sino que todo era un interminable ciclo. Dijo que todas ascenderían al cielo, y luego, como ella, volverían a caer de nuevo a la tierra. Y aunque a Eleodora también le resultaba difícil de creer, prefería acabar su corta vida pensando en que algún día pudiera volver a estar junto a la desaparecida Leticia. De todos modos por lo menos le servía para vivir sin la desesperación que estaba invadiendo a sus compañeras.

El nacimiento del amanecer, cuya contemplación debía de ser algo hermoso, se transformaba a cada minuto que pasaba en fuente de discusiones cuando no de odios mutuos y disquisiciones.

Freda estaba obsesionada. Ahora era ella quien envidiaba el destino de la desaparecida Poncia. Al menos lo suyo fue rápido, mientras que a ella… no tan solo le quedaba una larga agonía, sino que probablemente también debería cargar con la soledad de ser la última. Ella misma intentaba moverse para caer de una vez por todas siguiendo el oscuro sendero que un día tomó Poncia. Sin embargo, todo era inútil. Contemplaba impotente a Eleodora, que no era ya más de la mitad de lo que un día había llegado a ser; y mientras se revolvía en sus entrañas, le parecía injusto todo cuanto ocurría. ¿Quizás mejor no haber existido nunca?.

Y como el tiempo se acababa, ¿qué importaba el ser grosera?. La estúpida Eleodora por fin la dejaría en paz. ¡Por fin reina de la alfombra!. Y esa entrometida gota de lluvia. ¿Qué sabrá ella, la presuntuosa, sobre lo que nadie puede conocer?. ¿Acaso no se quiere dar cuenta de que es tan gota como las demás?. ¡Loca y odiosa mentirosa!. Mírate y veras que también tú, eres ya solo la mitad. ¡Ojalá pudiese llegar a donde tú estas para calentarte y hacer desaparecer tu otra mitad!.

Y el monstruo solar, oídos sordos a los gritos de protesta de millares de gotas que veían desaparecer a sus menores compañeras, seguía desatando su irresistible y destructor calor. Viéndola allá en lo alto, pensaba Eleodora en qué motivos podía tener aquella esfera para desear su destrucción. O quizás también ella obedecía a una cruel e incomprensible naturaleza.

Cuando sin fuerzas para hablar, comprendía que su fin llegaba, Eleodora se vio sorprendida por algo inaudito: En su última molécula, cuando nada físico parecía ya quedar, una extraña fuerza la hacía elevarse de la sedosa superficie. Mientras ascendía, no quiso preocuparse de lo que ocurría. Absorta en su rededor, contemplaba como el paisaje cambiaba. Descubrió el ahora diminuto abismo por donde antaño resbaló Poncia. ¡Y allí estaba!, reposada, tranquila y solitaria en aquel penumbroso fondo.

Aquel pétalo que lo había sido todo para ella, conforme subía, se descubría como parte de un conjunto cuya forma, incomprensiblemente irradiaba belleza. Y sobre esa delicada flor, encontraba ocultas gotas que a la sombra del rey del rocío, seguían preguntándose qué sería de ellas. Allá quedaba la ahora solitaria Freda. ¿Cómo decírselo?. ¿Cómo explicarle la increíble continuidad de lo que parecía ser el trágico final?

¡Pero porqué preocuparse por eso! Aunque por mucho que gritaba no parecía oírla, la consolaba saber que Freda, al igual que todas y cada una de las gotas de rocío, más tarde o más temprano, ascenderían también sobre aquella belleza de la que ahora no quería perderse ni un solo detalle. Un frondoso jardín en su frescor matutino, lleno de flores con sus diferentes colores; con hierbas, piedras y árboles enormes; y una multitud de pequeñas gotitas que hacían titilar los rayos del vespertino rey sol. Por entre las espesas ramas, resbalando por anversos y reversos de verdes hojas, nada podía ya pararla en su gran viaje. Por fin ella y el azul cielo. Detrás, bajo aquel árbol, una inmensa legión de millares de compañeras formaba aquella neblina que despegaba a su encuentro. Y descubriendo a las que como ella, absortas en la belleza de la creación, eran sus compañeras de viaje, Se dio cuenta de que su deseo se vería cumplido: Buscaría a Leticia por entre las nubes y de seguro que la encontraría. Juntas esperarían a Freda y a Poncia; y juntas también, se cogerían las cuatro de la mano para formar una gota de lluvia, y así, bajar y consolar a cuantas preocupadas gotas de rocío, día tras día malgastan su corta existencia luchando contra las inevitables y maravillosas leyes de la eterna naturaleza.

F I N

Shankara

RESURRECCIÓN

            Era una escena escalofriante, supongo que la mayoría de gente se ha acostumbrado a ver funerales y a aceptar la perdida de seres queridos, pero el percibir en primera persona todos aquellos lamentos, sentimientos y deseos era algo indescriptible e incomprensible en absoluto para nadie. No creo que mucha gente haya sido capaz de asistir a su propio funeral y mucho menos, poder transmitir la experiencia a los vivos, pero en fin… ¿quien podrá demostrar si lo ocurrido ocurrió o no?

            Son de aquellas cosas que pasan a los demás y que nunca crees que te pueda pasar a ti. En un momento dado, vas circulando por la carretera… y de repente te ves en el carril contrario, a escasos metros de un camión, sin tiempo para esquivarlo, y te das cuenta que te a tocado, que la vida llegó a su fin, que lo que creías lejano esta inevitablemente delante de ti e inexorablemente inmediato en el tiempo. Unos destellos rápidos de los recuerdos de toda una vida, parece que vale la pena aprovechar en esas últimas décimas de segundo… y se acabó.

            Mi mujer llorando desconsoladamente y escandalosamente descontrolada, mis hijos con lágrimas en los ojos que, por primera vez, no son producto de reprimendas sino que nacen en la fuente de su amor por mí. O Dios, como has podido dejarles sin un padre siendo tan jóvenes aun…

            Mis hermanos no podían creérselo, hacia unos meses habíamos enterrado a nuestra madre, y ahora se veían privados del que siempre había sido el hermanito pequeño. No le tocaba, a él no, él era lo mejor que había salido en la familia… Dios se había equivocado. ¿Como sus ángeles de la guarda habían fallado y permitieron que ocurriera? Podía sentir todos aquellos sentimientos como si me los trasmitieran gritando. Junto a mí, ese personaje con barba y melenas me consolaba el corazón y me hacía sentir en una balsa de calma, inimaginable para un vivo, pero a la vez, consciente de todos aquellos sentimientos que llenaban aquella entrañable parroquia a la que en tantos momentos había acudido a refugiarme y agradecer tantas cosas…

            El Mosén era incapaz de oficiar la misa, y lloraba como uno más junto a las religiosas que me conocían y el grupo de beatos que habían acudido a mi despedida. El amigo, recién ordenado sacerdote, fue quien encontró valor para dirigir aquella amarga cruz. Todavía seguía cuestionándose en lo más profundo de él, si Dios intervenía en nuestras vidas o tan solo era un mero espectador neutro y sin sentimientos. ¿Por qué se había vuelto a llevar a alguien que parecía tener tanto por dar y ofrecer a los demás? Podía escuchar ese reproche, junto a otros muy parecidos provenientes del Grupo de Catequesis de Adultos, del consejo de Arciprestazgo y de algunos que ni siquiera había conocido en vida, pero que sin lugar a dudas les habían transmitido historias de mí capaces de hacerles mover a  ese funeral y desprender de ellos sentimientos de amor. También se encontraban presentes mis compañeros de trabajo que atestiguaban con sus uniformes verdes e impecables mi pertenencia al cuerpo de la Guardia Civil si todos esos sentimientos que desprendían la multitud de almas reunidas en aquella abarrotada parroquia transmitían lo mismo hacia mí, un fuerte sentimiento de amor…

            La homilía hablaba de la resurrección de Lázaro, y de cómo todos debíamos tener la esperanza de la resurrección en una nueva vida. Esas palabras parecieron  crear un poderoso sentimiento al unísono en todos los presentes, deseosos de cambiar lo ocurrido y de que se hiciera en aquel momento realidad la resurrección en mi persona.

            Yo miré los ojos de ese amigo que era la única compañía a la que podía dirigirme, aunque tal vez, ese Cristo representaba en realidad la personificación mediante la unión de los sentimientos de todas esas almas que me añoraban. Sea como fuere, le miré a los ojos y le pregunté si realmente existía la posibilidad de que se hubiese equivocado y que aquella no fuera mi hora. ¿Era cierto que Lázaro resucitó?, ¿Para qué?, ¿Por qué?, ¿Merecía yo menos…?

            Equilibrio. Esa palabra me inundo de los pies a la cabeza, aunque por supuesto no tenía ni pies ni cabeza, pero así me sentía. El universo estaba en equilibrio, y si había ocurrido lo que ocurrió era porque La Creación había alcanzado unos valores en los que mi ausencia del plano terrenal era más positiva que permanecer en él. Sabia que eso era irrefutable, tan irrefutable como las matemáticas que obligan a que uno más uno sean dos. Pero sin embargo todos aquellos deseos de que yo continuase entre los vivos parecían contradecir a las matemáticas, ¿como era posible semejante paradoja…?

            Si se había decidido que era mejor para todos que yo muriese, ¿cómo se podía eso alterar? Era imposible que yo volviese a la vida, la Creación había postulado que mi mujer debía seguir viviendo sin mi compañía, al igual que mis hijos, mis hermanos, mis sobrinos, mis amigos… y eso era algo demostrado, pues de lo contrario no hubiese muerto. ¿Qué ocurría entonces?, porque yo estaba sintiendo que todo ese amor y deseos de que continuase vivo  estaba desequilibrando la exacta balanza de La Creación.

            Los Milagros van contra las leyes de las matemáticas y por ende contra La Creación, pero dado que aquello no podía ocurrir, lo único explicable era que en La Creación ya estaba previsto que ocurriese un milagro. ¿Significaba eso que iba a ser yo un nuevo Lázaro del siglo XXI?  Por supuesto que eso no estaba en los planes de la Creación, así que ¿como se resolvería esa paradoja…?

            El Tiempo. El tiempo es algo que tenemos asumido tan real como el Universo, como la vida misma y sin embargo el tiempo no es menos sutil que la materia que me contenía. Mi consciencia existía sin necesidad de recipiente y si el mundo real parecía menos real, porque el tiempo lo iba a ser menos. Podía volverme a sentir en ese segundo, antes del brutal choque a 160 Km/h contra el camión, podía trasladarme con mi consciencia hacia adelante y atrás en mi tiempo como si éste fuera tan relativo como el navegar a través de los recuerdos. ¿Era el tiempo mutable?

            No debes seguir conduciendo, deja la carretera, déjala, déjala ahora mismo. Busca un camino y duerme, descansa…Parecía que una vocecita interior me hizo recapacitar de mi empecinamiento en la conducción.

            Así ocurrió, deje el enloquecido viaje por la carretera hacia Zaragoza y decidí coger el primer camino que encontré. Busqué un sitio tranquilo, recline el asiento y dormí la mona. A la mañana siguiente estaba aturdido. El día anterior había bebido demasiado wiski y tomado demasiadas pastillas para conducir. La luz del día traía claridad a todo, incluso a mi espesa cabeza y mi deprimido corazón.

            En aquel momento no fui en absoluto consciente del milagro que se acababa de producir. Contra mis deseos y pronósticos de La Creación, yo seguía vivo. El funeral al que asistí jamás había ocurrido, tan solo fue una elaborada ecuación matemática de difícil resolución que por suerte para mí se saldo a mi favor.

            Ahora entiendo por qué sigo vivo, separado de mi mujer y mis hijos, sin contacto con mis entrañables amigos de la parroquia, el trabajo y el barrio; sin relación con mis hermanos y familiares, y viviendo una vida completamente diferente, tan diferente… que era inimaginable semejante solución matemática, pero así es, la balanza del AMOR requiere de equilibrio exacto, y por muy complicada que sea la función, siempre existen derivadas que dan la solución. Todo ese amor se consumió para darme una nueva oportunidad, y una vez gastado no podía volver a tenerlo ni usarlo a mi favor. Ahora tan solo espero no defraudar a tanto amor que consiguió el milagro de hacerme desviar a tiempo de ese fatídico camión.

Dicen que los milagros son indemostrables, pues de lo contrario serían ciencia, así que no pretenderé convencer a nadie de que esto haya ocurrido, aunque las matemáticas me den solución a mi situación.

 FIN

PDT: A todos aquellos que sintieron que no era mi hora: GRACIAS, no os olvido.

Shankara

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